Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

viernes, 8 de abril de 2011

Un Recuerdo


Buscamos la palabra que evoca, la que se predica desde los ambones y posee la gracia –no aprendida- de convertir por la misma fuerza mística con que es propalada. Buscamos la palabra porque en su interior, en su fondo conceptual, se halla la esencia de cuanto somos, de nuestro sentido, de aquello que nos torna diferentes, de lo que nos rodea y define frente a nuestra propia realidad; perseguimos imágenes que construir, frases que se superponen y cobran significado, que nos hagan capaces de retrotraernos en el espacio a fin de construir uno paralelo en el que se definan nuestros recuerdos y cobren la situación que se marchó en su segundo efímero e inexacto de lo que llamamos presente. Soñamos palabras imposibles que se derraman en las noches de vigilia, ideando Cuaresmas imposibles, el axioma exacto donde se reconozca el rostro en que queda depositada la devoción, ensoñando la procesión ideal por la que discurre la vida que, una vez, elegimos para siempre.

Anhelamos la capacidad de proyectar las formas que nuestra mente es capaz de esbozar. Aquellas que se van más allá de lo establecido y que se rigen por la arquitectura del sentimiento; aquellas que se forjan, de llegada a la Compañía, y que intuimos en la fuerza solemne de sus muros, antes de la Fiesta de Regla, del descendimiento de la Cruz, de la Salve que encoge los corazones el Domingo de Pasión y da el prólogo celeste al Viernes Santo. Aquellas que se dibujan en la simetría perfecta de la túnica en las horas interminables que preceden a la procesión.

Perseguimos al tiempo, en una lucha imposible, en la batalla perdida antes de acometerla. La misma que se gana durante cinco horas, de camino a la Catedral, en la catequesis efímera, tras el cristal de la urna. Perseguimos el instante que depositar en el fondo de nuestra alma como un ínfimo y precioso testamento que dejar a nuestros hijos; perseguimos lo imposible porque esa es la virtud que nos hace cofrades y encomendamos nuestra suerte a Él. Y sin embargo, Ella nos aguarda casi siempre para sorprendernos, para regalarnos un solo segundo que vale como la eternidad que se nos prometiera y que esperamos con las manos abiertas al mañana.

No era ocho, estábamos en febrero y habían pasado siete años del día en que se cumplía el 150 aniversario de la proclamación de su Dogma. La Inmaculada, con su cofradía concepcionista al frente, retornaba a la ciudad, a la Catedral. Aun recuerdo lo que me dejó escribir sobre la lluvia que se detuvo, sobre Álvaro de Pizaño, sobre el significado real de las cosas, del amor que no se maquilla en vocablos superfluos, sino extemporáneos. Y aquella certeza, más allá de la piel, de volver a revivir –no la procesión- la sensación de sentirse superado.

No era ocho de diciembre, ni hacía falta que lo fuera, porque, mientras buscamos las palabras, anhelamos proyectar las sombras e intentamos atrapar el tiempo, de repente, en el interior del Salvador sonó Un Recuerdo y las formas se transmutaron, las palabras se ahogaron en la garganta y el tiempo ya no era tal, sencillamente un instante infinito que algún día podremos compartir con alguien.

No hay comentarios:

Publicar un comentario