Foto. Paco Román
Nos sumimos en actos; nos perdemos en la atracción regia de un altar de cultos; nos diluimos en el silencio lacerante de un Vía Crucis que rompe la noche con su letanía ancestral, la misma noche que se escribe en plural para ganarle tiempo al día en que llegue la procesión y las Imágenes estén dispuestas como si todo el año estuviesen así. Agotamos todas las energías y suspiramos por un último aliento el día señalado. Escribimos en un folio repetido, macilento, tantos recuerdos que siempre parecen el mismo. Suplicamos frente al ara con la voz trémula del alma y no caemos en la cuenta de que cada Cuaresma trae un recuerdo.
Hay instantes en que la vida parece detenerse. Bajo la piel, ese engranaje perfecto que llamamos anatomía, cristaliza ante el rubor pálido con que nos deja una imagen. Las manos no te tiemblan y ni siquiera los ojos se vuelven vidriosos. El impacto es tal que narrarlo sobra porque es, a todas luces inexplicable. Describir su mirada, sus manos, sus facciones ya se ha hecho. Ahondar en el interior vasto del sentimiento sólo se puede ante Ella, rasgándose las venas entre los versos áureos que cantara Pablo en Quinta Angustia. Observar al Hijo yacente es toparse de bruces con el destino certero de la propia vida y saber que, más allá, entre el tacto frío de la madrugada de nuestro ocaso, habrá una luz tibia que cumpla con la esperanza incorrupta por la que caminó entre sus penumbras nuestra existencia.
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