La ciudad rejuvenece mil años. Junto a la Fuente del Olivo, los sentidos recrean un sol antiguo, nuclear, que viste sueños pretéritos como aquellas noches húmedas en que la luna casi bajaba al estanque cristalino de otras aguas. Las hojas se visten de acanto en la memoria y los dedos balbucean un tacto perdido. El momento declara su inminencia. Los pasos habrán de conducirme hasta el antiguo Hospital de Agudos. Todo es distinto. Aún resta un cuarto de luna para que el metal rompa el aire, pero los inciensos ya se presienten.
Por Judería, Deanes o Torrijos el pavimento no es más que el estrato de unos caminantes que enarbolan la sensación de cuanto nos dicen que fue, de lo que, tal vez, no pasó pero es mejor creerlo. Pero, escondida entre los muros, la luz se proyecta hasta las torres vigías de una urbe que, de tan monumental, jamás puede tejer un artificio. Más que vidrieras hay cal; más que estatuas hay Imágenes que retoman el pulso de su arquitectura –otrora romana-, siempre en busca de los sabores seductores que se guardan bajo su piel curtida entre filosofías, versos, lienzos y libros que se desvanecieron tras las celosías.
Ya es Jueves de Pasión y sabemos que todo ha comenzado mucho antes de que nos percatásemos. Volvemos a ser pequeños, a olvidar lo que no es importante, a soñar que todo es siempre igual a como lo miramos hoy. Ya es Jueves de Pasión y, frente a la universidad, el Hombre de la Síndone nos llevará esta noche a compartir algo impensado, que se guarda en el secreto devoto del alma, cosas que no se pueden contar más que en un susurro de madrugada, junto a la Fuente del Olivo.
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