La ciudad ya ha despertado de su letargo. Por sus paredes, encaladas por otro tiempo, se desgranan los suspiros que se le ganan a la vida. Las espadañas parecen más altas; los capiteles que Claudio mandara construir, más romanos; los arcos islámicos quisieran confluir en la capilla por donde transitarán las cofradías. No hay azahar en la memoria porque ya vivimos en el presente, en los días donde refugiamos las esperanzas perdidas.
Aún no palpita la cera en las manos, pero sí los sentidos que ven en la ciudad su principio y ocaso; aún es pronto para escuchar su rumor perpetuo, su mirada atávica, su abrazo tibio, su beso apasionado. Pero hay una certeza cuando la miras porque sabes que ha vuelto; porque nunca se irá mientras la mires y la sufras; porque ¡está ahí!, esperándote tras una esquina, proclamada desde los atriles del alma donde Luis o Mateo declaman que ya es Semana Santa.
El Domingo de Pasión ya ha exhalado su premonición decisiva. En los altares ha retumbado la premisa, de eco difuso de tambor ronco, que nos empuja al siguiente Domingo y nos arrollará con su caudal de instantes. El Hijo ya aguarda en la urna que en doce días contemplará la ciudad que ensoñaron Fresneda, Siuri o Trevilla, que, en apenas cuatro, la verá desde su Imagen invicta que nos enfrenta a la realidad de la Síndone. Desde el Hospital de Agudos al Alcázar, desde cualquier patio hasta la Iglesia-Hospital de Jesús Nazareno, la piedra, los muros y las aceras se manejan por la arquitectura distinta del mundo sutil que nos atrapa.
Ya es Lunes de Pasión y sólo restan un manojo de horas para que todo se cumpla. La víspera se agota y la apuramos, como un cáliz agridulce, sabedores de que la ilusión de las últimas semanas se agota para que, la definitiva, se repose cuando la luz se refleje en nuestra mirada cansada.
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