Foto. Roldán Serrano
“Tú, la de entonces, sí que eres la misma. A tu alrededor ha ido pasando la vida, negando certezas y confirmando esperanzas, pero desde aquella noche de abril Tú no has cambiado.” Los segundos se vierten grano a grano en un reloj de arena que tensa la espera como un desierto. En las filas las butacas están vacías; el telón no se ha izado; el atril está frío; las pastas, con la firma de Juan de Mesa, aguardan el momento en que la palabra sea la única protagonista, como fin y principio de cuánto somos.
Y la arquitectura efímera del teatro se construye en apenas unos minutos que apenas se perciben, después de tanta espera. Virgen de las Angustias retumba en las plateas como si Enrique Báez acabara de componerla. Las palabras de Antonio Varo dan paso al pregonero, en esa suerte desigual que proyecta el desenlace de esa víspera que cambia cuatro meses de una vida; “sobre todo nos une el amor a Córdoba, a la de verdad, no a la de los tópicos, y especialmente el amor a su Semana Santa, también a la de verdad, a la que queremos que llegue a ser, pero que todavía no es y no sabemos si alguna vez llegará a ser (…).Luis, tú verás más lejos que yo, lo estás viendo ya, el futuro de Córdoba, de la Semana Santa y de las cofradías. De momento, tienes la palabra para decirle a esta ciudad lo que piensas y lo que sientes de ellas y con ellas. Estamos impacientes por oírte.”
Las líneas recorren el idilio que, mal que nos pese, corroe con su veneno las arterias y se cuela por cada poro, dando forma a lo intangible. “En el álbum del alma hay estampas que huelen//y sonidos que visten la tarde de colores.//Por claustro de naranjos en tarde que se apaga,//al compás que derrota la gravedad y el peso,//la Virgen se hace lumbre de fuego y de armonía”. Las estampas se agolpan en los oídos. Y la grandeza del cielo y la luna, tan distintas en esa noche en que nuestra soledad se proyecta en la voz del pregonero, se congratulan con los mundos sutiles que se hilvanan en cada pespunte que traza el patrón infalible del pregón. “Bendito sea Dios, evocado en el aire por la música que tantas veces parece querer arrancarnos del tiempo en que estamos presos y prometernos una eternidad de dicha.”
El asombro, el instante, las manos a punto de temblar, las miradas, los recuerdos, la foto, el pentagrama, las líneas que se entrecruzan entre sorbos dolientes de Semana Santa recorren la declamación ritual que –la mayor de las veces- se cumple solo una vez. “Por otros ojos sueño el momento en que llega esa mano agarrada a la cruz y después la mirada caída que siempre pensé a punto de llorar.// Y a lo mejor, con un poco de suerte, que el paso se pare y hacer eterno el encuentro con tus ojos, pensar si es amargura o aflicción o cansancio lo que te tira en la tierra y lo que me dices cuando nos miramos a la cara (…). Al volver de una calle, por una hilera de capirotes rojos o a la vuelta de un manto, me estará esperando y hará de mí un reloj sin pilas con el corazón parado a la hora en que la candelería gastada le multiplica las lágrimas, un alucinado sin norte que busca una y otra vez por entre los ángulos que dejan los varales para encontrarle la mirada como si no se pudiese respirar sin ella, un eremita en la bulla retirado a contemplarla por mil ángulos y preñado de la misma emoción de aquella primera vez, porque en cada dejarse venir y en cada volver a ver a la Virgen de la Caridad hay un regalo de emociones y deleites nuevos.”
El Domingo de Pasión se acerca en un segundero que se esconde tras del escenario y que tiembla esperando la Fiesta que ya es inminente. La voz del pregonero suena cálida y contundente, como la mirada de aquel Nazareno que nos prendió nada más salir de las gubias de su imaginero inmortal.
Las agujas se ralentizan y sobre la atmósfera acuciante de la escena resuenan los ecos de aquellos que construyeron retablos para sus cofradías como una teoría y una realidad que confluye en mil madrugadas del destierro. “De lo que pasa cuando la vestimos y nos retiramos del mundo bajo el cubrerrostro casi ni se puede hablar, de tan íntimo, humano y divino a la vez, como es lo que sucede en el momento en que la túnica deja de ser un trozo de tela para hacerse coraza espiritual, segunda piel. Es la hora en que separa del mundo y acerca a Dios, el único capaz de mirar en lo escondido del hábito y saber de la fe y de la duda, de la buena voluntad o del error, del empecinamiento o del propósito de enmienda, de la indiferencia o del fervor, de la curiosidad o de la agonía religiosa, con que cada uno se la pone. Para mí, es el momento en que me quedo solo con Aquella que me va abriendo camino, cuando San Pablo se ha vacíado de nazarenos negros, su luz es la única de la iglesia, y bajo la piel de la túnica va apareciendo lo que nos une.”
Y la palabra, justo antes de anunciar epílogo y ser parte del recuerdo de quienes allí estuvieron aquella noche de principios de abril, toma su vigor definitivo para confundirse con el aplauso que recibe Luis Miranda, el cofrade que este año nos trajo la Semana Santa.
“Nos lo anuncia en voz queda, por fin, Nuestra Señora,
que cubre con su manto todo aquello que amamos.
Despertad los sentidos que llevarán al alma
la fe que se derrocha en cirios y varales,
el Amor desbordado inundando las calles.
Inundad los pulmones del fuego del incienso
y abrid el corazón, que ya es Semana Santa.Fuente: www.hermandadesdecordoba.com
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