Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

jueves, 5 de diciembre de 2013

El sueño y la memoria




Caía la noche
con su efímero punto de luz.
Caía la noche
como un salto al vacío,
a la nada que se adentra en su oscuridad,
perpetua y prometida,
como un remanso, como una capa parca en la que camuflarse.
Apenas por unos días
la primavera ganaba su batalla ancestral
con su galope incesante, con su negación y con su sí,
acelerada,
como la vida que trae con una promesa susurrada
entre unos labios tibios.
Caía la noche.
Un manto frío, una letanía imposible,
el rito y la regla, la hilera inmortal
ocultada
entre el rojo anónimo de las vestiduras y el esparto asido a la cintura
como la promesa permanente.
Las paredes sinuosas proyectaban un desfile inmemorial
de cal fundiéndose con las sombras que se le proyectan
y son testigo iniciado de un legado generacional.
La piedra adherida al piso, a la cera que, poco a poco, iba formando
otra geografía que,
por una Semana, cambiaba, para siempre,
la fisionomía de la ciudad.
Caía la noche.
Caía la noche y en la angostura de una plaza,
como un pequeño y particular milagro,
te miré por primera vez. No fue furtiva ni fugaz,
una mirada definitiva,
perpetua como otra luz, mientras lacraba el contrato
la lenta cera ardida que parecía fundirse bajo tus párpados.
Caía la noche y supe
que al amanecer
ya todo sería definitivo
con solo mirarte.

I. EL SALTO AL VACÍO
            Fueron días felices en que la ilusión arrancaba cada amanecer y dormía solo antes de la última hora de la madrugada. Fue una primavera eterna y renovada, un sueño iniciado una noche de Martes Santo cuando ella caminaba por la plaza del Cristo de los Faroles. No hubo pasado y, casi, aquella noche no tuvo futuro. No recuerdo una sola marcha, una levantá o si le cantaron una saeta. La recuerdo a Ella. Allí, presidiendo la escena, mirándome como si fuera la primera vez que me miraban. Con ternura y firmeza; con la pasión y la tristeza que no se puede contar si no  se proyecta en un instante que se eterniza en la memoria.
            Pero la memoria es  un consuelo sutil que suaviza y traiciona con frecuencia. Así que todo esto no lo tomes sino como un esfuerzo, una evocación perseguida de cuando apenas tenía la mitad de mi edad y más del doble que la tuya. No sé si algún día la mirarás como yo la miro, si te temblaran las manos o apretarás los dientes. No sé si, alguna noche fugaz de Martes Santo –por Deanes o San Fernando-, tomarás la decisión que yo tomé y saltarás al vacío que marca la caída de sus párpados, ese mismo vacío que me atrapó para siempre a mitad de camino entre la ciudad y San Andrés; entre quien transcribe esta historia y su protagonista, María Santísima de la Caridad.



II. LA PRIMERA VEZ
            Lo que primero brota del alma suele ser lo más sublime o, cuanto menos, lo más auténtico. La primera Cuaresma de niño, contando los días de una vigilia interminable, marcada por el anhelo del día señalado en rojo en el calendario. Lo imaginarás un millón de veces y más. Cuidarás cada detalle con una minuciosidad tan implacable como el deseo de que suceda. Aquella Cuaresma del ´97 me duró desde aquella mágica noche del año anterior cuando la descubrí para siempre.
            Fueron días, semanas, meses y nunca creí que llegara aquel Martes que tan paciente esperé. Sin embargo, de una u otra manera todo llega. Y el día del último ensayo llegó. Apenas sabía prepararme la ropa de costalero; apenas tenía la edad necesaria; apenas sabía nada de lo que me aguardaba. Pero aquella última noche de ensayo acabé allí, frente a Ella (frente a Ti). Y, por segunda vez, sentí la punzada mística de esa mirada cruzándome el pecho, de una forma tal, que solo puede entender quien la ha sentido.
Quedaban dos semanas que pasaron entre la expectativa, el temor y el anhelo. La Semana de Pasión anunciaba la víspera. La ciudad ya estaba preparada con su arquitectura efímera de incienso dispuesto en los turiferarios para ser encendido y ondeado hacia el cielo; de trompetas pulidas y afinadas para rasgar el aire con su alabanza melódica y nostálgica; de túnicas planchadas y plegadas en el rincón más íntimo del hogar; de arpilleras tensas aguardando el momento de fundirse con la madera, bajo la oscuridad del paso que portará los sueños, las plegarias, los susurros, la súplica o la expectativa de quienes la verían pasar por un instante, junto a ellos, compartiendo su dolor, sosteniendo su esperanza, aguardando su Caridad.
Lo que primero brota del alma suele ser lo más sublime, lo más auténtico. La primera vez, aunque se crea olvidada, siempre permanece –casi oculta- como las ascuas bajo la ceniza que nunca las apaga. Y, así, bajo tu palio se apareció el Martes en que caminamos juntos. Con las puertas de San Andrés a punto de crujir ante la calle que pronto te vería, el aroma cerrado del templo se sofocaba entre miradas fugaces, cómplices. La flor, la cera, la madera, el desfile cobrando forma a escala sobre el mármol, contra las columnas. Y, junto al altar, más allá de terciopelos, bordados, varales y candeleros… tus párpados cayeron sobre mis retinas como un peso insalvable, como una promesa predicha, como una alianza eterna que portaste en tu seno. En ese momento, no hubo nadie más, solamente tú existías, solamente eras, solamente tus manos, tu tez, tu rostro. Tú. Carne y piel, abrazo de luz, mirada cansada y decidida de mujer, la primera sobre la faz de la tierra, la última que sorteará el apocalipsis.
Y los goznes crujieron, mientras un nazareno llamaba a las puertas. Y la Cruz se alzó sobre la plaza renovando su promesa eterna y Jesús del Buen Suceso caminó a su encuentro. El martillo sonó tres veces. Ya no había marcha atrás. Tan solo cirios precediéndote mientras rasgaban la noche. La trabajadera se hizo más recia y, entre la oscuridad, sentí que eras mi lazarillo, que no era yo sino tú quien me guiabas. Virgen de la Caridad y un sinfín de marchas más se susurraban vencidas a ti como si de otro universo hubieran venido. Rompieron aplausos, pero todo era demasiado lejano. Y de repente, ya estábamos en casa. Chico, Vioque, Pontes, Maxi, Lele, Champi, Pirri, Diego, Toledano… Todo fueron abrazos, sudor y esfuerzo compartidos.
Seguías allí, observándonos a pocos minutos de que las luces de ese arte efímero que contiene la Semana Santa, se apagasen. Y el final de cada capítulo siempre deja un poso agridulce en el paladar, pero, a su vez, una ilusión intacta por comenzar el siguiente. Y aquella noche, de vuelta a casa, mientras la urbe se acunaba entre ecos de tambores, miradas y aplausos ya sabía que todo acaba de empezar.

III. CAMINO
            Una vez más tu mirada contempla a tu Madre. No le ahorraste nada: ni la alegría ni la pena, las dos surgían de tu gracia, las dos provenían de tu amor. Amas a tu Madre porque te ha asistido y servido en la alegría y en el dolor; así llegó a ser completamente tu Madre.
Tu Madre, tus hermanos y tus hermanas son los que cumplen la voluntad del Padre que está en los cielos. A pesar de tu tormento, tu amor vibra de la ternura terrena que une al hijo y a la madre. En la suprema agonía de la salvación, te has conmovido por el llanto de una madre. En ese momento, le has dado un hijo y al hijo una madre. Por esto la tierra nueva será posible.
Pero ella no estaba sola con el dolor de madre a cuyo Hijo matan, estaba en nuestro nombre como Madre de los vivientes. Ofrecía a su Hijo por nosotros. Repetía su “fiat” a la muerte del Señor. Era la Iglesia junto a la cruz. Al entregar la Madre al discípulo amado, nos la has entregado a cada uno de nosotros.”
Como apuntalan estas palabras de Karl Rahner, María es un regalo infinito, un don, un consuelo, unos brazos que –por muy lejos que estemos de ella- siempre están ahí esperando a que necesitemos un abrazo, el beso más tierno, una sencilla caricia sin pretensiones, el consuelo definitivo. Podremos llamarla de mil maneras, rezarle en mil templos, arrodillarnos cada domingo o contemplarla majestuosa presidiendo un altar de cultos como hoy es el caso. Podremos pretender olvidarla, pero está ahí. Podemos buscarla por miles de calles, en cientos de iglesias y ahí estará. Podremos agradecerle, suplicarle y vendrá para compartir nuestra alegría para mitigar nuestra desesperación. Perseverará como la estrella de la mañana, como la luz perpetua que sirve de faro a la noche más oscura del alma. La buscaremos –la busqué- de mil formas y, para mí, sencillamente se llamó Caridad.
            Tuve la oportunidad de observarla durante mil noches entre el anonimato de la multitud. En calles silentes, donde la piedra y sus muescas invisibles susurraban secretos ancestrales. Ella caminaba despacio, grácil, de frente, sin pausa. Acariciaba los balcones enrejados que afloraban a la primavera que anunciaba. Caminaba en pos del primer templo de la ciudad, tras su Hijo condenado. Aquella noche la condena fue compartida, el horizonte era tan incierto como nunca antes.
La sinfonía comenzó su cadencia como un Salmo certero que emana espontáneo en una oración íntima. Y el silencio, la soledad compartida entre dos, se fue apoderando de cada rincón. La humedad se vino con nosotros, mientras cada acorde y nota del pentagrama parecía estar plasmado en su rostro, desde mucho antes de que fuera compuesto. A unos metros de la Catedral, cada voz de mando del capataz la acercaba y la alejaba más de mí. Un sendero sin vuelta, al son de la melodía poliédrica de su palio de cajón. Miles de aristas, tantas veces observadas y que creí olvidadas, se sucedieron sin cesar como una proyección exacta, como una memoria tan emocional como sincera. Porque la memoria solo deja lugar a la emoción, al recuerdo exacto de cuanto sentimos en el pasado y vuelve, sin avisar, para dejar a un lado los detalles irrelevantes. Y esa emoción conduce al arte y el arte nos lleva a ti a su expresión total y abrumadora, abriendo una brecha, una herida que late ante ti porque eres Tú la única que puede sanarla. Una herida afectiva, herida amorosa que nos atrapa y sostiene. Una herida iniciática que entienden quienes la sufren. La sufren porque nunca se cierra, porque siempre nos pide más, porque solo se mitiga ante Ti.
La sinfonía universal acariciaba sus acordes postreros cuando tus pasos estaban a punto de enfilar otra calle, otras miradas que te buscaban, probablemente, con el mismo ahínco que la mía. Y, justo antes de ganar el perfil de tu silueta, mis pupilas volvieron una vez más a cruzarse con las tuyas. Durante apenas tres minutos, dibujé tus formas pero evité esa mirada tan definitiva, la primigenia, la que siempre me llevó a ti. Sin embargo, ya era tarde. No fueron más que un puñado de segundos en los que el tiempo parece ralentizarse y es cuando todo cobra sentido. Aquella noche no volvía a casa, sino al hospital. No fue un Martes alegre, ilusionado, ansioso como los primeros que compartimos. Mas ese instante me hizo ver que ya no estaba tan cansado, que los temores eran menos, que pronto habría otro Martes distinto.
Volví mis pasos hacia atrás, justo después de perder de vista la caricia de tu manto. Y entendí que eras un regalo, un don. Y sé que podremos llamarla de mil maneras, rezarle en mil templos, arrodillarnos cada domingo o contemplarla majestuosa presidiendo un altar de cultos. Podremos pretender olvidarla, pero estará ahí. Podremos buscarla por miles de calles, en cientos de iglesias y ahí estará. Podremos agradecerle, suplicarle y vendrá para compartir nuestra alegría para mitigar nuestra desesperación. Perseverará como la estrella de la mañana, como la luz perpetua que sirve de faro a cualquier noche inmortal de martes por más oscura que fuera. La buscaremos –la busqué- de mil formas y, para mí, sencillamente se llamó Caridad.

IV. EL MILAGRO
            Pasan las horas con la mirada perdida en la madera. Es un bloque devastado, un bulto sin forma que espera unas manos expertas que encuentren la silueta que, desde siempre, se mantuvo escondida. Pasan las horas, las noches sin dormir, amaneceres sin día que no cesan de pensar, de buscar, de prepararse para la llegada del momento preciso. Pasa el tiempo con esa mirada atávica, introspectiva, buscando ese cosquilleo sutil que anuncia tu destino. Un destino que puede estar a la vuelta de la esquina, en la bifurcación del camino, en un paso, en una mirada, en la decisión correcta.
            Pasan las horas con la mirada perdida en la madera. Quizá en Marqués del Villar, tal vez, en el taller de la plaza del Socorro. Pasan los minutos en un reloj de sol interminable en la sombra inamovible que proyecta. Y cae la tarde y puede que, a su alrededor, desordenadas por la estancia se confundan las gubias con fotografías de Vírgenes del pasado, de bocetos apresurados, de libros abiertos por la página maestra de un antiguo imaginero.
            Pasan las horas y, en un instante de sol, las manos buscan el barro tierno y recio que llegue a modelar esa forma ansiada. Pero uno, pero él no lo sabe. Solo un mínimo temblor, un pálpito –mitad decisión, mitad incertidumbre-, diseñan la antesala de lo grandioso o de lo vulgar, de lo público o de lo anónimo, de la devoción o la indiferencia.
            Sin embargo, ahora, las horas pasan vertiginosas. La concentración y el abandono a la labor para la que fue llamado se funden y galopan por las venas. Una extraña sensación de nerviosismo. También de cotidianidad como si siempre hubiese sido así, como si, desde niño, hubiera sido imaginero y vislumbrara las formas concretas y ocultas más allá del horizonte naranja de un atardecer infinito.
            La creación, su virtud inexplicable, se derrama por un material que, primero, cobra forma, después, detalle y, al final de su proceso: unción.
           

Escribía Carlos Colón ¿Hay mejor definición de la relación de sus devotos con
Él que esa experiencia personal y de sobrenatural sentido común que, alejándose de toda abstracción, se concentra en el amor, agradecimiento y contemplación de la humanidad de Cristo, que González de Cardedal aprecia en la devoción de santa Teresa de Jesús y nosotros podemos ver, día a día, en sus devotos? En eso consiste la unción. En ese momento en que el proceso culmina y se bendice, cuando la Imagen ha salido del taller del imaginero y pasa a formar parte de quienes la contemplan y se le unen en una relación donde las palabras, el amor y la vida se unen en un silencio compartido.
            Es un pequeño milagro. Si me permites y me permiten, casi una forma de crear vida. No en el sentido de la madre que, fruto del amor, concibe a un hijo, sino en la capacidad del artista para crear “algo” que transita mucho más allá de él y que conforma miles de historias, sueños, rezos y confidencias que se escaparán de su entendimiento y conocimiento.
            Conocí a Miguel Ángel González Jurado poco más de una década después de que tallara a María Santísima de la Caridad. Durante estos años lo he visto realizar Imágenes y hemos conversado en numerosas ocasiones acerca de esta venerada Virgen. Sin embargo, nunca le pregunté demasiado por Ella. Porque, aunque él fuese su hacedor, quien nos la regaló –de una u otra forma- a todos los que estamos aquí. Aunque pasase las horas con la mirada perdida en la madera, acariciando con unas manos invisibles el barro místico. Aunque fuese él quien recibió el don sagrado de la unción que tan pocos poseen. Existe un misterio mayor, un secreto que nunca puede sernos desvelado. Es una caricia suave que no percibimos en la madrugada. Una alegría compartida a su calor. Un rezo a solas en un banco de la iglesia. Una petición. Un agradecimiento. Una lágrima que cae en esa soledad compartida. Un regalo porque María, Santísima de la Caridad, lo es. Un nexo que nos une al cielo. Unos párpados que caen desde lo más alto para posar su delicada mirada ente nosotros. Ante cada uno, de una forma tan universal y particular como es la Salvación, escrita con mayúsculas en su regazo. El mismo que portó al Hijo de Dios. El mismo, que es nuestro último y certero regazo en el que encontrarlo gracias a Ella. A ese milagro que nos guía, que nos allana el camino y que llamamos, con los labios trémulos, Madre.

V. SALVACIÓN
            Cae la noche como un salto al vacío, a la nada que se adentra en su oscuridad, perpetua y prometida, como un remanso, como una capa parca en la que camuflarse. Caen los días que se fueron, como un rescoldo perpetuo de la infancia que va derrumbando el presente. Caen los amaneceres, las noches de vigilia pretendida, los sueños postergados y, quién sabe, si el escalofrío de aquella primera vez.
            Mientras, el tiempo nos guía en su barca hacia nuevas orillas, pero, a la vez, hacia antiguos horizontes que creímos olvidados. Las túnicas se desempolvan. Los cirios retoman su arquitectura erguida hacia el cielo. El esparto se anuda a la cintura de nuestros anhelos. El metal irrumpe contra el viento sordo que lo propaga. La arpillera vuelve a plancharse en una mañana de Martes, quizá, menos impulsiva, más pausa o más consciente.
            Los días que creímos olvidados regresan, pero no es un viaje en el tiempo. Es Martes Santo. La edad, los años rasgando los velos de lo desconocido, aminoran el latido y dejan paso a una emoción contenida. Es Martes Santo. El día pasa preciso con sus labores, intentando no pensar, dejando al reloj cumplir con su antiguo oficio. Las calles parecen iguales, pero la vida nos ha devuelto a la acera que surcamos tantas veces. En los portales, en la plaza o en los bares nada parece desmentir el aroma de lo cotidiano, pero es Martes Santo. El oficio diario es el mismo y se ejecuta con el mismo saber de ayer o de mañana, pero crujen las manecillas anunciando el momento. Retomamos el camino de vuelta a casa y el paso se acelera, al son de un tambor imaginario que nos golpea en el pecho. Entonces miro al cielo.
            A unos metros, en el interior del templo catedralicio suenan los acordes de la Marcha Real que acomete la banda de la Agonía. El cielo es gris y taciturno y casi parece querer cumplir, de inmediato, con su amenaza. Pero ya no lo miro más, no intento escrutarlo buscando una esperanza que aguante la llama encendida de la tarde. Acelero todo lo que puedo. Llego a casa y me preparo. No es nada parecido a la primera vez, ni a aquella madrugada que no conseguía trazar las formas del costal. Es mejor, más sencillo y menos explicable.
            La ropa está dispuesta sobre la cama, esperando afrontar el penúltimo ritual. No es nada especial, nada que nadie no haya hecho antes, pero es el único momento para inspirar todo el aire y sentir como insufla hasta el último rincón de mis arterias. Entonces, todos los recuerdos acuden de golpe como una danza ancestral que siempre estuvo ahí, aguardando su momento. La plaza de Capuchinos, la primera igualá, las puertas de San Andrés, la primera marcha al son de Virgen de la Caridad, aquella noche por la calle Deanes escapando del bar para verla desde un balcón, la calle Nueva arriba, los primeros cultos, la soledad perseguida de su capilla donde le conté todo.
            La ropa sigue dispuesta. Y la yema de los dedos casi la roza. Es como la vieja armadura del guerrero que sabe que sus días de gloria quedaron atrás, hace demasiado tiempo y no puede evitar seguir queriendo la batalla.
Es el momento más precioso del cofrade. La intimidad de la vigilia inmediata al acto penitencial ya sea con túnica, costal o portando un cirial. Una vez cruces el umbral de tu casa habrá dado comienzo el acto de fe que nos hace diferentes. Y, en mi caso –ahora te lo puedo contar-, es casi el mejor de todos. No por intenso o breve, ni por solitario. Sólo la veo a Ella y una sensación de paz anega la estancia. Da igual que llueva o haga sol, porque en unas horas todo habrá concluido. El desenlace está predicho, cuando caiga la noche esa habitación ya no será la misma y el ciclo habrá comenzado de nuevo. Pero la historia de la Salvación es horizontal y en esa línea recta recordamos el pasado y, por unos segundos, aguardamos el futuro más inmediato que, casi, ignorantes, creemos controlar.
El cielo persevera en su amenaza. El capataz entrega el trabajo a sus costaleros, el Diputado ordena los tramos y los acólitos ultiman sus detalles. La hora se acerca. Poco a poco, todos vamos accediendo al interior del templo fernandino. La estación de penitencia se suspende y los rostros se tuercen en miradas desoladas. Casi, como la tuya que todo lo comprende, que todo lo consuela, que carga con el dolor infinito de la Calle de la Amargura.

Tal vez, algún día te veas en esa misma situación, y serás más joven que yo y, por más que te intente preparar, nada te consolara. Tal vez, ese día llegue y te contaré lo que hoy te he contado frente a Ella. Frente a Ella que, sin esperarlo, me ha regalado esta oportunidad, este deseo de resumir torpemente parte de lo que, a su lado, he podido sentir. Tal vez, algún día estemos los tres aquí, frente a frente entregándonos a esa soledad compartida.
Una vez leí que la Semana Santa es un regalo discrecional, que es heredado por cada nueva generación que la recibe. Nosotros te recibimos a ti, madre de la Caridad. Te recibí cuando menos lo esperaba y supe que ya sería para siempre. Eres un regalo, el manto bajo el que refugiarse cuando todo parece más oscuro, el Don de Dios. Por eso, algún día espero devolverle a él, que aún no me conoce, esa fe, lo más valioso que nunca tuve, a ti, Virgen de la Caridad. 


Exaltación a María Santísima de la Caridad, iglesia de San Andrés 2013/10/26