Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Caligrafía

Creímos que, tras el cristal, los días eran sólo una mancha gris en el horizonte. Que las gotas de lluvia, apenas dejaban la mancha de su salpicadura, sin llegar a humedecer las horas en las que miramos el reflejo sobre su piel incólume. Desde el otro lado de la ventana se veían sombras opacas difuminándose entre los edificios. La luna se había olvidado de la noche y -la presencia cenicienta del cielo- no dejaba bosquejar más allá de un latido pesimista. La yema de los dedos no recordaba el tacto sutil de otras manos, de otros lugares perdidos en la memoria.

Algo en su superficie se quebró en silencio. Imperceptible, como una letanía inmóvil, como las aves que no cesan de migrar, como días iguales, como gestos repetidos. Sutil como un beso que se descuelga en la noche hasta el terciopelo desnudo del amanecer. Leve, entre los susurros vanos que se pierden entre la madrugada de los cuerpos que se encuentran en su sonrisa cómplice. Hastiado, lanzando una última mirada que se resiste a ser vencida por el tiempo. Fugaz como la luna que volvió a recordar a la noche como su sentido postrero.

Creímos que, tras el cristal, se había escapado –al margen de todo- un universo intangible de sensaciones vividas. Sin embargo, la noche estaba a punto de comenzar, a un chasquido seco de erizar la piel, a un paso certero de dejarse atrapar y prendernos entre la humedad añil de sus horas. Creímos que no había nada más y todo aguardaba a ser descubierto como la primera página, mil veces releída, de una historia pretérita que aún estaba expectante de su caligrafía definitiva.

lunes, 26 de septiembre de 2011

El último domingo


Marcaban las calendas el depósito sutil de su tiempo, la armonía perpetua de las horas, el límite entre el estío y el espacio que se guarda para la memoria que se retoma en las noches húmedas del invierno. Señalaba el almanaque el último domingo de septiembre; el cielo –azul y amarillo-, esperaba a que jugara la luna con cada facción de su piel, la misma que se transforma más allá de la madera, aun más lejos de la policromía sutil que los siglos le dejaron como poso. Camino de San Pedro o de la Espartería, los pasos confluían frente a su puerta; aquellos pasos que durante cuatrocientos años gastaron la piedra y los cantos y dejaron una huella invisible, una devoción heredada, una generación compartida. Adentrándose hacia el interior de la ermita, la atmósfera concurría en las versiones diversas del rumor doliente de los inciensos, de la luz crepitante proyectada sobre los muros, del sigilo de una letanía pretérita que siempre redunda sobre los ecos del pasado. Bajo el auspicio de su templete, el acanto curvilíneo estilizaba sus formas parecía encuadrar la estampa imperecedera, jugar con su pelo, armonizarse en el conjunto pleno de su mirada –la misma que guarda los secretos y anhelos de todos, y cada uno, de sus fieles-. Y la Virgen del Socorro cruzaba, en su arteria más profunda, la línea invisible de la ciudad; la ciudad que la miraba con las pupilas distintas de la infancia; la ciudad –casi inmortal- que se bebió cada momento, cada mirada, cada beso y cada rezo para recrearse en Ella; la ciudad que se dejó gobernar bajo su cetro. Nuestra Señora ya estaba junto al Arco Bajo, ya era el último domingo de septiembre.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Septiembre


Eran como las tardes de la infancia. Las azoteas se vestían de naranja y ocre como las imágenes de un pasado que –no por vivido- dejaba de serlo. En los zaguanes, la brisa  de la sombra era más tibia y la luz que se dispersa más allá de las columnas de los patios, dominada por una tonalidad macilenta. Los niños regresaban a la escuela y la rutina comenzaba a entonar su cadencia insalvable. El rumor ya no era el de la calma leve de la siesta; las hojas iban perdiendo su color; los sonidos empezaban a agolparse en la mañana; olía a libros, a tinta, al papel intacto de los cuadernos.

Llegaba septiembre y en sus tardes, a medio camino entre el recuerdo y el futuro, se guardaban sensaciones encontradas. Todo quedaba lejos y, por momentos, parecía inminente. El sonido lejano de una canción nos transportaba por las ensoñaciones pueriles que casi derrotaban al tiempo en la mente y en el deseo sincero. El calor, los deberes y el ajetreo nos devolvía a una realidad que nunca lo fue del todo.

Llegaba septiembre y, junto al arco bajo de la Corredera, los días se condensaban y fluían delicadamente en torno a la Virgen del Socorro. Llegaba septiembre y, en el Santuario, Nuestra Señora de la Fuensanta recibía a los fieles entre campanillas y la ilusión dilatada en las pupilas. Llegaba y la urbe se reflejaba en los rostros de dos de sus veneradas imágenes marianas, la alcaldesa perpetua y la patrona de la ciudad.

lunes, 12 de septiembre de 2011

El principio


Apenas los arropaba la humedad de la noche entre el roce imperceptible de la madrugada. Apenas supieron si los miró la luna o habitaban bajo su luz oculta, como en uno de esos sueños que se viven entre penumbras. Apenas se dejaron llevar por el tacto suave de la franela, por la luz nimia que se colaba a estragos por la persiana, por la soledad compartida por dos, por los libros viejos que no los nombraban. Apenas era el principio de algo o el epílogo de otra historia. Apenas, las manos empezaban a sentirse bajo la piel y las pupilas indagaban tras de nuevos aromas indemnes, incólumes. Apenas eran dos niños o dos ancianos, a punto de firmar un capítulo definitivo.

La luz y los días alumbraban el pensamiento como si de un huracán interior se tratase. Por las aceras, las calles parecían iguales. Sin embargo, la mañana traía consigo una promesa distinta, una luz nuclear que asemejaba augurios pretéritos, días distintos. Tras las ventanas, imaginaban la vida reconstruyéndose a cada amanecer, renaciendo en cada gesto, en cada acto, en cada esperanza que se pensaba para sí. Tras las esquinas, un nuevo camino, una nueva oportunidad que se ilusionaba con la posibilidad de ganar una décima al tiempo que se les imponía.

Los amantes aún recordaban la protección fugaz de los portales. Sobre las camas a medio hacer restaba el poso turbulento de cuanto no se llega a saber. Sobre la mesa, los restos marcados de sonrisas y confesiones. Sobre la ropa tirada sobre el suelo, la mirada caliente de la urgencia. Apenas había nacido el día y ya pensaban en la tarde, en su prólogo sutil y certero. Apenas les temblaban las manos, cuando el pensamiento les invadía. Apenas era el principio de algo o el epílogo de otra historia.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La ciudad heredada


Resuena el rumor de una letanía más allá de los días en que el frío atraviesa los huesos quebrados de la Pasión. El susurro de un ritual inédito atraviesa con su borde afilado los meses, por las mismas calles –conformadas por cantos y sillares, por muros en los que resbala la cal- donde se guardan los secretos del pasado, con una confidencia que trasciende del mero aspecto de la materia. La vigilia ya no se viste de actos apresurados, de altares superpuestos en las iglesias que recorren la geografía local, de noches que aglutinan y revierten el pulso que aguarda la primavera ancestral, de lutos predichos que esperan que se cumpla el momento. La víspera es repetida y distinta, perseguida en los atardeceres de un cielo que parece ser rasgado por las espadañas de las torres que delinearon los Hernán Ruiz, por los Triunfos del Custodio omnipresente que, desde la Basílica del Juramento, aún advierte de la pervivencia de su promesa a Roelas, a la ciudad heredada.

Desde San Juan de Letrán a la Portería de Santa María de Gracia, desde San Lorenzo a la Catedral, el verano camina por esa vigilia, por esa víspera que culminará en septiembre. En el tabernáculo de Santa María de la Asunción, en su capilla, la Imagen irradia los rezos –presentes, futuros y pretéritos- que frente a ella fueron depositados como el tesoro más preciado de quienes, alguna vez, los imprecaron.

En San Juan de Letrán, la plaza guarda en su atmósfera la esencia de cuanto se narra en los volúmenes que establecen la crónica de la urbe y, aun en la ensoñación del anochecer, casi parece vislumbrarse el hospital que llevaba su nombre.

En San Lorenzo los preparativos silentes visten las vísperas de cultos, flores, bordados, ensayos y cera como la rogativa atávica que se pierde en el sedimento donde reposan, siglos y hermandad, más allá de 1479.

En la Portería de Santa María de Gracia, la cerámica invoca a la calle con un nombre –el de Nuestra Señora-, que, si bien posee la novedad del reconocimiento, no es más que la constatación misma de los años que la contemplan y la convirtieron en Copatrona de todos los cordobeses.

Este año, cuando Nuestra Señora de Villaviciosa vuelva a cruzar el umbral de su oratotio fernandino, una calle llevará su nombre. Y, tal vez, este hecho no le aporte nada a su procesión, al sentido estético y cultual que sus hermanos –durante siglos- han ido amasando entre vísperas que se guardan en la memoria del estío. Pero, quizá, en su orden simbólico, Nuestra Señora de Villaviciosa suponga mucho más que una nueva dirección en el callejero para ser concebida como parte esencial del patrimonio devocional de la ciudad heredada.