La arquitectura de las calles se mide por la anatomía de los pasos que las surcan, de la gente que observa y siente, de las Imágenes que conforman la Pasión de la ciudad. El sol refracta –desde San Andrés a Jesús Divino Obrero- una gama de tonos que no se volverán a repetir. Las miradas se buscan, la vida se derrama una vez más conociendo su sentido último, Córdoba se convierte en la patria final.
Es Domingo, el primero de los dos, y en la mirada que penetra más allá del Compás de San Francisco se aventuran la soledad y la esperanza en el mismo camino que conduce a la cruz. Entre saetas y marchas, la urbe conquistará los días que tanto hemos esperado. La Fuente del Olivo aguarda el paso de sus cofradías, mientras las puertas comienzan a abrir los templos y por Escultor Juan de Mesa camina el Cristo de las Penas.
Ya no hay vuelta atrás. Sólo un estado febril de necesidad constante nos empuja y nos convierte en peregrinos en un lugar tan conocido y ajeno a la vez. Las palmas gritan al cielo y quisiéramos ser niños y poseer esa ilusión tan definitiva de la infancia. Es Domingo de Ramos, todo se ha cumplido, ya no hay vuelta atrás.
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