La habitación estaba a oscuras. Las esteras que cubrían la ventana, apenas dejaban traspasar un tenue haz de luz. Sobre la cama, el tiempo pasaba boca abajo. El polvo se acumulaba en el aparador como un estrato arqueológico. Su mirada jugaba a imaginar formas en el tramo de sábana que alcanzaban sus pupilas. En la sala contigua las copas se esparcían por el suelo, mientras en el pasillo quedaban restos de ralladura de limón. En la cocina la hornilla seguía desconchada y, sobre ella, una cazuela vacía.
Nada más incorporarse, le cruzó una punzada por la cabeza. Se abrochó torpemente una camisa de cuadors diminutos y comprobó que aún olía a ella. Evitó los restos amarillos y caminó hacia la puerta principal. La casa pareccía enorme y el trayecto inacabable. Las sombras parecían figuras cubiertas de moho y se afilaron al contraluz de la calle que se le enfrentaba.
Todo era distinto. Las piedras se superponían en estructuras pretéritas; las aceras eran frías; la atmósfera más clara. No era capaz de recordar más allá de un parque de la infancia. Empezó a caminar sin pensar en un destino distinto que aquel de la niñez...
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