Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

domingo, 1 de abril de 2012

Regreso

En el interior de San Andrés, la luz de la capilla desafiaba a la noche. Por las aceras, por el pavimento, por las paredes, dentro de las casas, el aroma distinto de los días lo había cambiado todo entre el rumor solapado de la vigilia interminable. Ilusión, incertidumbre y soledad iban de la mano al calor de la víspera. El rito de tantas madrugadas del destierro acudía una vez más a la memoria, intacta. Un hormigueo en la yema de los dedos, un temblor sutil, un escalofrío profundo, eran el aviso inconfudible de que el momento había vuelto. Casi sin prestarle atención, sabíamos que había vuelto y, durante una semana, la ciudad se vestiría con los atuendos místicos de su fe. Nada vuelve a ser lo mismo, nunca vuelve repetida. Ya va a hacer un año desde que regresamos de aquella mañana incierta de lunes y regresamos hacia el Domingo con el asombro incólume, con la luz en las pupilas, con más empeño con el que creímos marcharnos.

Treinta


Era viernes y el pulso ya temblaba en la garganta como un presagio inevitable. Un sonido acelerado recorría las venas para colapsar los sentidos. La piel, las sensaciones, lo aprendido… todo cambiaba ese día. Era algo más que la primavera, que la luz y los días, que las palabras tantas veces repetidas. Era viernes y en los ojos, más allá de donde alcanzan las retinas, el asombro nacía antes de ser, ni siquiera, visto. Durante tantos días de espera tensa, ansiosa, las horas parecían eternas, las preguntas se sucedían mientras la imaginación volaba más allá de las paredes de mi habitación. Era otro tiempo; en el que la música sonaba en el walkman y apenas sabíamos nada más allá de una cinta de cromo gastado. Sólo que una semana más tarde todo se habría acabado a la hora lánguida de la procesión. Pero antes los acordes romperían el cielo, desgarrarían las calles y nuestra ilusión permanecería intacta, durante los meses que nunca terminaban de sobreponerse. Más tarde, el tiempo o la edad parecieron alejarnos del asombro, del escalofrío de aquella mañana de viernes, atentos al cielo como augures contemporáneos, aunque –en un par de ocasiones- casi creímos tocar el cielo o estar en él y no fuimos capaces de eternizar ese instante. Sin embargo, aún es viernes y, parte de aquel entramado idílico de la infancia, no se resigna a reflejarse en aquel espejo de los años que no volverán.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Camino

Atravesaba la penumbra inmensa de la noche. Todo era nuevo. Un universo infinito que descubría reversos de su propia geografía –ignota y distinta-, de matices que se pierden en instantes fugaces. Una cortina helada envolvía sus segundos que fueron siglos y milésimas a la vez. Ya no había cajones vacíos de madera cuarteada; camas deshechas; sábanas ásperas que nunca vieron el amanecer; salones sin amueblar en una casa vacía. Todo era oscuridad y luz; miedo y deseo; un temblor sutil en la punta de los labios; un beso aun por entregar; cientos de noches que recorrer a través de una piel tersa que se deshace entre las manos como una luna imposible que perseguir desde el ras húmedo de la hierba. Atravesaba la penumbra inmensa de la noche y sólo supo que era el principio de aquel camino por el que estaba aprendiendo a transitar.

miércoles, 25 de enero de 2012

El Viajero

El patio

Cómo podría definir lo que estaba viendo. La luz y la humedad, pese al gris plomizo de la mañana,  conformaban una visión diáfana y misteriosa de aquel patio jalonado a base de piedra y árboles. Sintió como el frío atravesaba las piezas de paño que lo vestían. Al frente, el llamado Arco de las Bendiciones asemejaba la puerta hacia otra dimensión que se debatía entre la oscuridad y el aroma del incienso que ya se insinuaba desde su posición. A los lados, la inmensa planta estaba semi desierta. Algún fraile, alguna señora de calidad cubierta por velos dirigían sus, casi silentes, pasos hacia el arco que daba entrada al templo. El viajero apenas era capaz de caminar. Supo que tardaría en asimilar cuanto estaba observando y que no podría plasmarlo hasta que su mente acariciase la distancia de aquel lugar.

Caminó en círculos sin que nadie lo detuviera ni le preguntara qué hacía o qué buscaba. Intentó imaginar cómo fue la entrada de los primeros cristianos en aquel portentoso edificio. Casi pudo intuir como, centurias atrás, los fieles iban inundando aquel mismo enclave ante el requerimiento del Imam. Miró a su alrededor y pudo sentir casi un desvanecimiento. Detuvo la vista sobre los adoquines calcáreos y se agachó para rozar la historia con la punta de los dedos. Volvió a fijarse en el Arco de las Bendiciones y supo que debía cruzarlo…

lunes, 23 de enero de 2012

Domingo


Quizá los domingos nunca fueron días de grandes hazañas. Tal vez, aquellas tardes lánguidas en que nos dejábamos llevar por la marea incesante de la esperanza que nos traía la luna nunca fueron sino un preludio de nuestro deseo. Puede que, en su mitad fueran la plenitud perdida de la semana, como un último y esplendoroso brindis antes de partir.

Quizá los domingos fueran un epílogo sonoro de los días que tanto analizamos desde nuestro futuro. Su magia decadente de minutos que se agotan nos rondaba en el alma, en la yema de los dedos como un capricho presentido de besos que se agotan para empezar de nuevo en tus labios que eran más tiernos, más carnosos, tan salvajes como los que se dan sin saber si habrá más.

Quizá el domingo albergaba esa postrera brizna de luz, justo antes de estallar. Y la tarde se cubría con su velo gélido –acelerado- de nostalgia, de saxos perdidos en obsoletas azoteas a las que el sol no llega porque sólo hacen sonar su viento-metal cuando la noche es más noche y nunca es en la del lunes.

Quizá cada domingo se escondió entre los demás. Desde la infancia, donde su mirada presentía las ausencias de cada semana. Tal vez, nuestro día pudo ser el viernes y, sin embargo, cada domingo –como un capricho lacerante sobre la piel-, sabía que todo se ensanchaba bajo la piel y te quería más.

jueves, 19 de enero de 2012

Amanecer

La ciudad amanecía. Siempre amanece distinta, como una amante versatil que aun guarda en su vientre los secretos de otra madrugada. En sus venas, el frío se había incrustado limpiando la mente con la primera claridad -tímida- del cielo. Tras las ventanas, alguna luz desnudaba la mañana. Sobre el pavimento, gris, los primeros pasos se encaminaban al día. El capítulo de cada jornada se enlazaba con el anterior, con el próximo.

Observó la hilera anaranjada y vertical de fotones que se deslizaban hacia adelante. Imaginó campos cubiertos por la niebla del invierno, soles nucleares, brisas inquietas golpeando la frente. Pero la urbe se le enfrentaba y supo que jamás saldría de sus brazos gastados, de aquel puerto definitivo con su corriente profunda. Volvió la mirada una vez mas. Ya no sabía si aquella era su casa, su ciudad, sus días o, simplemente, un espejismo construido. Supo que volvería una última noche, un último aliento sobre el colchón que lo vio soñar.

martes, 17 de enero de 2012

La luz de Mesa

La vida se actualiza en un segundo crucial. Así podrían definirse algunos de los instantes que nos contemplan y que cambian los hechos que conforman nuestro destino. Un segundo en el que una decisión inesperada nos saca para siempre de nuestra rutina. Una décima -a veces impensada- que nos hará analizarla una y otra vez en el futuro, buscando sentidos ocultos, la simbología profunda de las cosas.

Algo así pudo sucederle a Juan de Mesa hace más de cuatro siglos, cuando decidió que su vocación no era otra, sino que era la que era. Tal vez, todo surgió con la naturalidad de lo que debe ser, sin más explicaciones ni intrincadas disertaciones durante miles de noches. Pero lo que vendría dio lugar a un fenómeno –casi leyenda- que aun pervive a los cientos de años discurridos. Imágenes que resisten al tiempo y lo superan en los ojos inquietos –suplicantes- de decenas de generaciones que han proyectado sus miedos, anhelos y deseos desde la plaza de San Lorenzo hasta Bergara por la geografía invisible de la devoción.

Es un segundo crucial. En el que tu vida cambia y, alguna vez, influyes en la de los demás y se actualiza a cada instante, trascendiendo  a lo vivido. Quizá, todo empezó a actualizarse en un segundo exacto cuando la luz de su ingenio se depositó en el trazo exacto del Cristo del Amor para concluir en el grupo escultórico de la Virgen de las Angustias que ya se actualiza una vez más para anunciar a Córdoba y su Semana Santa.

lunes, 16 de enero de 2012

El viajero

Sobre la piedra la humedad formaba una capa uniforme. Apenas había despertado la mañana, cuando se apostó frente al inmenso arco. La niebla hacía aun más decadente la estampa. Desde la  ventana de su carruaje, había podido observar aquel amanecer plomizo, como la ciudad y los transeúntes que empezaban a surcarla. Entre sombras, detectó construcciones vencidas por el tiempo, fachadas desconchadas, dinteles sobrios con roleos que recordaban a otra época, a un espacio majestuoso.  El carro rodeó, lienzo a lienzo, la muralla hasta detenerse frente a la Puerta de Plasencia. Desde ahí hasta la antigua Mezquita, la geografía urbana se convertía un enjambre desordenado y evocador de calles que parecían querer guardar la humedad hiriente de aquel invierno.

Tras la salida de aquel laberinto, los muros que flanqueaban el recinto catedralicio golpeaban la vista con su sorpresa. Preguntó por la entrada principal y se encaminó a la Puerta del Perdón. Las almenas le recordaron los grabados de Damasco que tantas veces había escudriñado entre los pliegos de los tratados que había ido recopilando. Se apostó frente al vano inmenso y, durante un lapso indefinido, sólo pudo abrir los ojos y dejarse llevar. Avanzó lentamente. De fondo, es escuchaba el Te Deum. A cada paso dubitativo que lo acercaba al patio giraba la cabeza a un lado y otro con gesto introvertido. El gris de la jornada jugaba con el paisaje de árboles y arcos que se le enfrentaba.


Transcurría la cuarta década de la centuria del mil seiscientos  cuando se decidió a viajar a Córdoba y, ahora, adentrándose tras los muros que conducían al patio de su Catedral, tuvo la certeza de que sería su último viaje y debía aprovecharlo…

continuará

lunes, 9 de enero de 2012

Espacio y tiempo


Todo lo que fuimos se pierde como un recuerdo ajado en la solapa. Todo se resume en un instante exacto en el que pasado y presente se depositan en otra expectativa. Cada tarde, gana unas décimas de luz. La piel de la ciudad aún es fría, tersa y opaca, pero –en lo profundo- un latido irradia deseos escondidos. El sol encala las paredes de otro tiempo y el azul inunda la temperatura constante del invierno. Los susurros se buscan, se comunican. Por un segundo, parece que todo ha acabado, que nunca volverás, que sólo quedarán los recuerdos de un espacio, de un tiempo compartido. Como si te mirara desde el andén ingrato de nuestros días, todo parece oscurecer. Sin embargo, no te has ido y la parquedad entumece a la noche antes de amanecer. Porque el ciclo ya se ha iniciado; las manecillas crujen en su pulso inexorable; el mecanismo se acciona irreversible; y los días ya no son iguales porque son los tuyos, esos mismos, que prevén la emoción infantil de una mirada, de un suspiro entre el silencio, de una ciudad que es origen y destino, de un tiempo ganado a sí mismo y que, pronto, será solo nuestro.