Todo rejuvenece y envejece a la vez. La luz crece por las azoteas de la primavera y dibuja sombras melancólicas que recuerdan cuanto quedó atrás. En las blancas atalayas redobla la vida que se plenifica antes de que llegue la tarde. Una atmósfera incandescente crece en la vuelta de cada calle que resistió a su propia historia. Los días se dibujan como nostalgias atávicas, quizá, presintiendo que el aliento se escapara tras cada declamación desde el atril.
Sin embargo, queda un instante para el silencio, para la soledad de la palabra que irrumpe a gritos por la mente al ser leída. Queda un momento en que todo parece que se detenga, que las horas vuelven hacia un pasado cercano e infinito en la distancia. Queda un lapso discontinuo en la lectura para los que no estuvimos presentes. Quedan los secretos que se esconden entre los renglones. Los mismos que nos desvelan, a cada palabra, mundos desconocidos y similares porque los narran amigos que sienten tanto como hemos sentido y vivido.
Gámez, Farfán, Beigbeder, los Font, Gómez Zarzuela forman parte de un aprendizaje que comenzó a forjarse en la verdad inequívoca del pentagrama que fui desvelando –como si de un viejo código se tratara- en cada artículo que he ido leyendo a Mateo Olaya. Con esa ilusión, que se desgrana a cada línea, he tenido estos días la oportunidad de leer su pregón para certificar que, apenas importa la ubicación geográfica, para identificarse con cualquier apellido porque su nombre es Semana Santa.
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