Suenan las canciones como la primera vez. La flor arde entre la atmósfera azul que parece tan inagotable como las rejas en los balcones que desafían lo infinito. La banderola que se desprende por la portada del Juramento se balancea hacia la luz como si San Rafael, desde el ara eterna que lo enmarca, volviera hablar a Roelas transmitiendo la noticia imperecedera. Por la cal de la pared, por la humedad de la noche, por el frío ajeno que recorre la piel como una gota que se disuelve en un universo la sin límites, se susurran certezas que vencen a la voz y se acurrucan en un susurro.
Camino de la Catedral, el canto se repite desde su santuario hasta San Antonio de Padua, desde allí a San Lorenzo para llegar casi tocar a perpetuidad el altar que la verá erigirse e irrumpir en mitad del templo. Desde el Colodro hasta el retablo de Lineros, más de siete siglos se condensarán en el instante en que la Conquistadora tenga otro apelativo más con el que se la nombre y, sin embargo, siempre estaremos diciendo lo mismo, siempre la estaremos llamando.
Dolores, Angustias, Fuensanta, Rosario, Socorro o Auxiliadora se repiten en la memoria de aquellas solemnidades que resistirán a nuestra propia historia. El de Linares es inminente, el del Carmen se aventura en el horizonte cercano de nuestros días. Pero, cuando repaso estas líneas, apenas quedan horas para que La Purísima Concepción de Linares sea coronada y la luz y la palabra se aúnen en un punto en el que, quizá, San Fernando pensó por un instante al traspasar junto a ella los muros de la ciudad que, una vez más, vuelve a contemplar el ejemplo de su historia en el rostro de la Purísima.
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