Por el Alcázar Viejo las procesiones se vestían de rogativas camino de la Fuente de la Salud. En busca de la Imagen milagrosa, la urbe volcaba su fe hacia un punto de su geografía donde todo cuanto ocurría parecía inmortal. Pero las pasiones humanas se agotan en el hastío de su propia debilidad y en la amnesia fingida de los corazones. Y las fechas se disuelven en los almanaques como si nunca hubieran existido. Y el rojo delimita la celebración sin más motivo que el de celebrarla.
En septiembre, por su festividad, la velada nos congregaba en torno a la patrona de las cofradías. En mayo, conmemorándola, una feria llevaba su nombre. Sin embargo, el tiempo caprichoso y desmemoriado quiso que esa feria fuese apellidada con el mes que la concita; que de la Salud no se recordara ni siquiera su ermita, tan sólo una necrópolis relevante por la enjundia de uno de sus difuntos. Y Córdoba fue obviando que, cada 25 del quinto mes del año, su fiesta lo fuera menos porque apenas se recuerdan los motivos que la originaron.
Apenas nos queda la monumentalidad de la ciudad en muchos sentidos y un sustrato con un templo, un foro, una basílica, una mezquita, una catedral, una puerta de entrada y un custodio rematando el urbanismo de la memoria. Apenas nos queda nuestra propia ciudad, la misma que –como los malos alumnos- tendremos que recuperar en septiembre porque en mayo ya suspendimos su examen.
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