Pasaron demasiadas tardes dormitando a la hora de la siesta; demasiadas noches donde se le ganaban segundos al sueño y se alimentaba el insomnio entre libros y relatos de otro tiempo con la esperanza de que al amanecer todo fuera distinto. Pero nada cambió. Las mañanas se repitieron entre la humedad de la calle y la indiferencia de sus transeúntes.
Por San Agustín, desde Parras a Zarco, ya no galopaba la caballería –de azul y oro- en busca de la procesión que jamás pudo ver Mesa. Por San Lorenzo no se aparecía el Arcángel a Roelas –mientras la calle que nombraba a este último sigue abandonada a su suerte y a la indiferencia hiriente de quienes nunca debieron olvidarse de que habían de cuidarla-; por el Realejo una plaza rompía la homogeneidad de paredes encaladas, de patios entre callejuelas olvidadas; y en una capilla olvidada seguía anclado a la penumbra el templete de la Virgen que se veneraba en Portugal, pero también, en san Juan de Letrán.
De aquella capilla sólo queda una plaza y de Santa María de Gracia ni siquiera la Portería. Sin embargo, en ese enclave posmoderno –paradójicamente insertado en el núcleo mismo de la historia de la ciudad- la portería pasará a nombrarse como Nuestra Señora de Villaviciosa y, tal vez, en algún momento los que olvidaron se recuperen de la amnesia.
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