Aún recuerdo
aquellas noches de febrero. Aquellas noches en que corría hacia el viento exuberante
de la imaginación y le contaba a mi almohada miles de ilusiones envueltas en la
inocencia de aquellos trece años. Entonces, trece primaveras por cumplir no
eran nada para la candidez de un preadolescente. En las venas un fuego quemaba
como un arrebato de pasión, como un pulso mirando a la cara de la vida, a la
frente –arrugada- de los años que me restaban, de las cosas que me quedaban por
aprender. Entonces, no había apenas libros que respondiesen la sincronía de
preguntas que me inquietaban en aquel cuartito que, ensoñando, era más grande
que todas las ciudades, y la Semana Santa se ideaba a golpe de escenas
perseguidas que no eran más que escenarios flamígeros que navegaban por los
mares de recuerdos idealizados que perseguían detalles y aromas en una sucesión
que apremiaba el detalle. Entonces, el cromo de una cinta se adhería cada
anochecer al walkman, bajo el
cabecero de la cama, y la música –repetida- de mis días, me llevaba de la mano
a otros mundos donde no había mayor regalo que el de la inconsciencia, mayor
paraíso que el Edén perdido de una felicidad pueril, más limpia, casi, que la
cera de mi Virgen antes de comenzar la procesión en la soledad más absoluta que
dicta el templo jesuita.
Contaba las
semanas, los días, las horas con el frenesí de un enamorado y, aunque lo estaba
viviendo en mi propia piel, ha tenido que pasar tanto para que me diera cuenta
de que ese era mi verdadero amor, mi felicidad, mi luz, mis mañanas y mi guía.
La Cuaresma se convertía en la antesala emocionante de los hechos que, en el
intervalo de una semana mística, serían tan definitivos. Cada viernes, era uno
menos para el santo de mi abuela, para el día del anuncio, el de Dolores,
cuando empezaba y acababa mi Semana Santa y miraba a la ciudad con el rostro
sincero del asombro verdadero, el que nunca más volvió.
¿Dónde
cambió todo? No lo sé. Pero una tarde de enero, con la luz de la urbe a medio
gas, ya estaba inmerso en una epifanía de datos, imágenes, noticias repetidas
(de las que aun era parte), y ya no había salida en aquel callejón globalizado
de tecnología. Ya no veía ni mi túnica ni mi costal, no había luz en aquella
habitación, ni escenarios áureos, ni cromo en la grabación de mi vida.
Tal vez, en
todo lo bueno –que es mucho- que nos ha entregado tanto avance haya quedado
atrás para siempre la ilusión, los nervios, la espera, la emoción infinita de
un Domingo de Ramos, la tristeza eterna de un Viernes Santo, la pura
imaginación. Tal vez, cualquier niño sea hijo del progreso y, en su tablet con su sistema Android, su silencio y abstracción le
permita ser libre para alejarse de un mundo que, aun los libros de Hernández
Díaz, Núñez de Herrera, Romero Murube, García Baena… –que contenían la llave de
nuestra libertad- resulten demasiado obsoletos para una descarga. Un mundo que
busca la perfección sin saber, tan ignorante, que la perfección no existe en
las cosas humanas y mortales, que va más allá…
Sin embargo,
algo ha cambiado en mi estas noches de febrero y casi vuelvo a aquellas de la
niñez con una vibración familiar en el pecho. Ahora, sí hay libros y la
imaginación –la auténtica- ha vuelto casi sin despecho. Hay un horizonte
naranja, donde transitan mis cofradías muy lejos del ordenador, mientras releo
a Carlos Colón y pienso en la generación invisible que da forma a la Semana
Santa a través del tiempo. Hay un horizonte naranja, donde el nombre del
segundo evangelista recorre cada pensamiento y me ha devuelto a un origen
primigenio donde susurrarle un poema de Montesinos, un salmo de Antonio,
mientras la primavera se escurre por las que serán sus sábanas y sueñe como yo
soñé y la almohada sea su mejor cómplice cuando los días se acerquen y halle,
en la espera del Viernes –que rompe al
cielo la alegría-, en la noche, desnuda de oropeles, a su mejor compañera.
Blas Jesús Muñoz
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