Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

domingo, 29 de junio de 2014

Todo lo que me das

Quizá mi cáliz, del que siempre has bebido sin queja, nunca te ha brindado el sorbo que mereces. Quizá resulte más efectivo denunciar -aunque sea predicar en el desierto- que construir. Destruir es más sencillo y bien sabes que algunos, en su infinita y burda torpeza, bien que lo intentan. Pero no temas que hoy no me vas a leer nada que te deje en el paladar un poso amargo.

No te voy a escribir de cofradías, aunque los demás lo esperen y aspiro a que comprendan que ya escribo demasiado para mal de otros. No te voy a hablar del Córdoba, por más que ese domingo ya quede inserto para siempre en mi memoria y en mi sistema nervioso. Ni de nada que no seas tú.

Este cáliz es tuyo. Siempre lo ha sido. Por ti levanté mi copa, lejos de la tierra que fundó Claudio y que nos vio crecer con su raíz profunda y venenosa; lejos donde nadie nos miraba ni intentó juzgarnos; lejos de las ventanas azules y con calles inmensas donde la gente parecía más anónima; lejos, entre andenes y dársenas, con sonrisas casi de la infancia y despedias desapareciendo entre esos rostros acelerados, mientras parecía bajar a las entrañas mismas de la tierra.

miércoles, 2 de abril de 2014

Un cuento infinito

Ahora, antes de que el mundo se convierta en un lugar extraño –casi mágico, casi hostil- repaso entre mis recuerdos para intentar contarte algún día las cosas que yo no supe. Ahora que el rumor las bandas llegan al patio de luz que pronto será parte de tu reino de ilusiones y fantasías, y se hace más y más fuerte conforme avanzan los días. Ahora que la letanía se aproxima al Domingo de Pasión y a su Salve que se llena de abrazos y horas rotas; al Viernes de Dolores que dicta el final de un camino y el principio de otro. Ahora que la ciudad ya no es ciudad porque se mira a sí misma, mientras abraza –hedonista- sus recuerdos. Ahora que recuerdo la última tarde de aquel Viernes en que la lluvia me calaba la ilusión que siempre me impulsa, mientras el capirote aguantaba estoico mi propia tristeza, la esperanza de otra tarde mejor en que abrazar a Enrique. Ahora que la cuenta de Semana Santa se confunde con la tuya para dejarme a perpetuidad la Cuaresma que nunca podré olvidar quiero contarte lo mejor, que para lo demás siempre hay tiempo.

Y es que la espera, aunque la impaciencia te pueda, no es más que un camino, una preparación de la que disfrutar venciendo a los días con las cosas –tan cotidianas, tan normales- que nos hacen felices. Es soñar, anclados al suelo, mientras la mente vuela por mundos encontrados que proyectan el ideal que nunca alcanzaremos, pero que debemos buscar a toda costa. Se trata de buscar nuestro propio espacio vital, ese mismo que por sí mismo lo explica todo o, al menos, intenta explicar muchas cosas; más allá de quienes hacen del fanatismo su raíz y pierden el tiempo y la juventud en todo lo que no es interrogarse y disfrutar de lo que nos fue entregado.

Pero al final siempre nos alcanza el momento y lo vivimos en un carrusel de emociones encontradas que nos sacuden en la mitad exacta de una noche intensa, de vuelta a casa, cuando las calles están casi vacías y los restos de nuestro naufragio habitan las aceras. Entonces, sabrás que lo estás viviendo que, lo entiendan o no, eres parte de esto porque tu alma estará asida para siempre a cuanto te llena de fuerza, sentimiento y una pizca de comprensión.

Habrá quien te quiera amordazar a convencionalismos con minucias que no pasan de lo anecdótico, pero atan a muchos a una mezquindad que no persigue nada más que seguir reptando sin cambios que los sacudan de plano cualquier noche de primavera. No los escuches, sé libre. Deja que el sonido de una banda, en ese o en otro patio, te devuelva a la infancia cuando seas mayor y todo parezca más complicado. Recuerda la primera vez que se te salía el corazón por la garganta, la primera Imagen que creíste que te llamó por tu nombre y te miró de frente para dejarte marcado para siempre. Lee cosas que nadie se atreva y pregunta por todo que nunca sabemos demasiado, siquiera algo estrecho.


No sé si te gustará la Semana Santa, si sentirás algo parecido a lo que tu padre pueda haber sentido. No sé si esto que te cuento es baldío, un camino yermo por el que debo ver como avanzan mis pasos. Pero me has dado la mejor Cuaresma que nunca pude soñar cuando mis sueños eran más grandes, más puros. Y, mientras cada noche la música me acaricia la cara y fantaseo con verte de mi mano en una calle mientras Él nos devuelve una sonrisa, sé que ya me has dado el mejor regalo que nunca esperé.

jueves, 20 de marzo de 2014

Entre tú y yo

Ya no sé si son miles de palabras repetidas. Poco importa. Ni tampoco, si nuestros oídos estallan, mientras alzamos los brazos, con los puños siempre en alto, intentando conseguir a dentellas un jirón que robarle a la primavera. Estamos tan cerca y tan lejos que ya somos inseparables. Recorro la geografía invisible de las letras donde siempre me perdí para comprender, ahora, a tu lado, su verdadero fin último. No son palabras vacías porque me haces vivir cada día en un poema infinito y la imaginación ahora es más grande de lo que fue, pues algún día cercano será más realidad de la que ya es. Corremos sobre la espuma de una ola que se rompe a nuestro paso. Y somos tres.

Entre tú y yo nos separa un universo, el mismo que nos une y nos abraza en silencio, cuando la noche arrecia, cuando no nos miran y te susurro mil secretos y promesas que no se desvanecen en nuestro pequeño mundo. No somos más que los demás, pero ellos quedan fuera de nosotros. Y somos tres.


Ahora, al verte con esos ojos con que hace tanto miraba al cielo, solo te pido una sonrisa, que vengas con la primavera arrebatándote la mirada de esos abriles que nos aguardan. Que sepas que la palabra es tu arma, la que nadie te arrebata, la que es tuya, aunque solo la escuches en tu propio silencio. Ahora que corremos sobre los días azules es nuestra. Y somos tres. Un caudal de recuerdos que reposarán en el fondo de nuestro equipaje y que encontrarás, por sorpresa, una tarde de domingo como aquella misma en que tú me lo descubriste y fui tuyo siempre. Cada instante que eres me haces ser más a mí.

sábado, 8 de marzo de 2014

Toda la vida

                                                                                                                        “A Jose, que sabe que
                         Él todo lo puede”.

Fue otra época, un lapso demasiado cercano en el tiempo como para llamarlo pasado; un intervalo emocional –tan distante y cercano- que mira al futuro y al origen bajo la luz perpetua del recuerdo. Fueron otros días. Los ojos se abalanzaban al calor piramidal de magnos altares que parecían bajados del propio orbe celeste, que parecían encarnar la belleza intacta de la perfección. Fueron otros días. Los mismos ojos, las mismas manos, apretando los dientes y congelando el hálito en un instante eterno.

La Semana Santa edificaba sus cimientos argentos en las tardes languidecientes del verano. Desde la Asunción al Socorro, de la Pastora a la Fuensanta, la piel se convertía en una geografía que recorría el occidente que se amparaba eterno en el rostro de María. Bajo su manto, bajo su haz áureo, las pupilas buscaban más allá de la nostalgia y, durante una fracción de tiempo, nos evadíamos de cualquier lugar donde estuviéramos, mientras las ideas ajustaban la tarde de un Domingo de Ramos, de un Viernes Santo, camuflados entre las sombras de la noche que albergaba a su antojo parco la procesión eterna.

Pero ese fue el final de un trayecto mágico que comenzó un año atrás. En aquel instante, todo pareció detenerse ante su mirada. Aquella talla, no era madera, no era obra. Aquellas manos que se agarraban más fuerte a la Cruz, casi, parecían clavar su dolor en las mías. Y, allí, tan lejos y tan cerca de mi casa, supe que me había estado esperando toda la vida.

Tras la conmoción vino la calma, la luz nuclear de cada mañana. Luego los libros, las Imágenes, la biografía y el silencio en forma de Dios que nos legó Juan de Mesa. Acudieron mil preguntas, mil respuestas sin contestar que –tanto y tan poco, después- aun hoy me siguen acechando. Pero los días no detienen su cadencia infinita y la Madrugá del Viernes Santo acechó de nuevo y sentí que era la primera del resto de mi vida. De aquella noche solo recuerdo la penumbra mística de la basílica que se rendía y se remataba en Él. Tenía 28 años y me sentía como cuando cumplí los cinco y me vestí la primera vez. Aquella noche me desnudó el alma para siempre y me regaló su recuerdo imborrable, mientras susurraba para mí su nombre como un niño, Jesús del Gran Poder.


Escrito por Blas Jesús Muñoz, para http://gentedepaz1940.blogspot.com.es


jueves, 6 de marzo de 2014

De soles y fuego

Casi parecen tan lejanos los días de soles y fuego como, si la vida, ya no regresase a su latido célebre, aunque la tibieza del mediodía quiera renacerla igual que una reviviscencia. Atrás quedaron las orillas desiertas del deseo, de otro mar audible solo para nosotros con miles de olas, con la espuma golpeándonos la sien que aun era tersa, con atardeceres infinitos de los que ya perdimos la cuenta. Apenas susurran los recuerdos en el brillo de la infancia en la que rebusco ilusiones encontradas para entregarte y de las que ya he perdido la cuenta. Y sueñan los tejados con noches de café y luna, de aullidos sobre el papel agitado que esconde y aguarda las mejores historias que nunca serán escritas. Y sueña la tarde con amplias avenidas que prometen el futuro incierto que siempre se guarda una promesa, como un as, como una ráfaga bergamota que resiste en las pupilas dilatadas. Y escuchamos canciones, tantas que perdimos la cuenta, que sostienen la impaciencia mientras expresan su melodía como una verdad abrazada de vida. Y pierdo una y mil veces esa cuenta de tus días, de todo lo que pienso como un rayo que no cesa, como una niñez abierta en el baúl de mi memoria. Y te digo que te quiero y no sé si es mi voz, si me retumba en el pecho, si me escapa de la piel en una transpiración imposible. Entonces, te intuyo dentro de mí, en todos mis quehaceres y veo tu cara, las miradas que aún no nos hemos dedicado. Vuelvo a perder la cuenta… Siento que ya te tengo.

domingo, 2 de marzo de 2014

Horas que susurran

La Semana Santa está empezando. Los días, los surcos en la piel se agrietan en un pliego más cuando se encuentran con el tiempo que los hace revivir. Como en un oficio prendido de otros saberes, los resortes se activan en mitad justo del invierno, como un presagio, como una esperanza certera que apunta a las ascuas ocultas, tras un incendio que alentará nuestras miradas prestas siempre del asombro. No habrá palabras que puedan explicarlo. Habrá gestos, esfuerzos y expectativas. No habrá días que se marquen en el calendario porque –como escribe mi hermano Enrique-, bajo el atrio de los gentiles cruzaremos el umbral invisible –intangible- de la fe que se vive cuando las noches aceleran el pulso de su acontecer. No quedarán abrazos, sino miradas que se cruzan cada noche; no cuando se conforman altares, se planchan túnicas, se visten dalmáticas, se afana el incienso, se repasa la cera o se conforman candelerías; sí, cuando en silencio se dispone cada pieza como si fuera la única, cuando la arpillera regresa a su armario al borde de la madrugada y las aristas de la piel nos recuerdan el esfuerzo saltado sobre el alma que se arroba y rebusca certezas invisibles, pero que nos golpean los sentidos, las manos extendidas, el pecho que parece muy pequeño…
 

Cualquier tarde de domingo nos alcanza y desnuda nuestro acervo en la linde exacta de otro mundo porque parece tan distinto y lejano al de hace apenas unas semanas. La Semana Santa está empezando, antes de su Cuaresma, antes de que nos apercibamos de que se forma mucho antes de que podamos sentirla, verla, olerla, prendernos de ella en su penúltimo capítulo, en la vuelta de cualquier esquina y el paso apenas parece detenerse en el tiempo y Dios nos mira a la cara para suspirar nuestro nombre en las puertas de nuestra ánima expuesta y donada a Él. Ahora, en la mañana de un día de febrero, ya sabemos que no es un domingo más, que los momentos llegaron. Son las horas que susurran nuestra vida.


Publicado en http://hermandadsantosepulcrocordoba.blogspot.com.es
Foto. Jesús Ruiz "Gitanito"

viernes, 28 de febrero de 2014

Humano y mortal

Aún recuerdo aquellas noches de febrero. Aquellas noches en que corría hacia el viento exuberante de la imaginación y le contaba a mi almohada miles de ilusiones envueltas en la inocencia de aquellos trece años. Entonces, trece primaveras por cumplir no eran nada para la candidez de un preadolescente. En las venas un fuego quemaba como un arrebato de pasión, como un pulso mirando a la cara de la vida, a la frente –arrugada- de los años que me restaban, de las cosas que me quedaban por aprender. Entonces, no había apenas libros que respondiesen la sincronía de preguntas que me inquietaban en aquel cuartito que, ensoñando, era más grande que todas las ciudades, y la Semana Santa se ideaba a golpe de escenas perseguidas que no eran más que escenarios flamígeros que navegaban por los mares de recuerdos idealizados que perseguían detalles y aromas en una sucesión que apremiaba el detalle. Entonces, el cromo de una cinta se adhería cada anochecer al walkman, bajo el cabecero de la cama, y la música –repetida- de mis días, me llevaba de la mano a otros mundos donde no había mayor regalo que el de la inconsciencia, mayor paraíso que el Edén perdido de una felicidad pueril, más limpia, casi, que la cera de mi Virgen antes de comenzar la procesión en la soledad más absoluta que dicta el templo jesuita.

Contaba las semanas, los días, las horas con el frenesí de un enamorado y, aunque lo estaba viviendo en mi propia piel, ha tenido que pasar tanto para que me diera cuenta de que ese era mi verdadero amor, mi felicidad, mi luz, mis mañanas y mi guía. La Cuaresma se convertía en la antesala emocionante de los hechos que, en el intervalo de una semana mística, serían tan definitivos. Cada viernes, era uno menos para el santo de mi abuela, para el día del anuncio, el de Dolores, cuando empezaba y acababa mi Semana Santa y miraba a la ciudad con el rostro sincero del asombro verdadero, el que nunca más volvió.

¿Dónde cambió todo? No lo sé. Pero una tarde de enero, con la luz de la urbe a medio gas, ya estaba inmerso en una epifanía de datos, imágenes, noticias repetidas (de las que aun era parte), y ya no había salida en aquel callejón globalizado de tecnología. Ya no veía ni mi túnica ni mi costal, no había luz en aquella habitación, ni escenarios áureos, ni cromo en la grabación de mi vida.

Tal vez, en todo lo bueno –que es mucho- que nos ha entregado tanto avance haya quedado atrás para siempre la ilusión, los nervios, la espera, la emoción infinita de un Domingo de Ramos, la tristeza eterna de un Viernes Santo, la pura imaginación. Tal vez, cualquier niño sea hijo del progreso y, en su tablet con su sistema Android, su silencio y abstracción le permita ser libre para alejarse de un mundo que, aun los libros de Hernández Díaz, Núñez de Herrera, Romero Murube, García Baena… –que contenían la llave de nuestra libertad- resulten demasiado obsoletos para una descarga. Un mundo que busca la perfección sin saber, tan ignorante, que la perfección no existe en las cosas humanas y mortales, que va más allá…

Sin embargo, algo ha cambiado en mi estas noches de febrero y casi vuelvo a aquellas de la niñez con una vibración familiar en el pecho. Ahora, sí hay libros y la imaginación –la auténtica- ha vuelto casi sin despecho. Hay un horizonte naranja, donde transitan mis cofradías muy lejos del ordenador, mientras releo a Carlos Colón y pienso en la generación invisible que da forma a la Semana Santa a través del tiempo. Hay un horizonte naranja, donde el nombre del segundo evangelista recorre cada pensamiento y me ha devuelto a un origen primigenio donde susurrarle un poema de Montesinos, un salmo de Antonio, mientras la primavera se escurre por las que serán sus sábanas y sueñe como yo soñé y la almohada sea su mejor cómplice cuando los días se acerquen y halle, en la espera  del Viernes –que rompe al cielo la alegría-, en la noche, desnuda de oropeles, a su mejor compañera.


Blas Jesús Muñoz
Publicado en: 

jueves, 6 de febrero de 2014

La luz distinta



Hubo un momento en que nos alumbró la luz distinta de otra sabiduría. Tal vez, fue en el vientre materno –casi perdido en el caudal del subconsciente-, en un rincón del alma que vibra de nuevo al sentirlo. No fue la palabra y sí el lenguaje mismo del universo. No fue una caricia y sí la mano sutil del tiempo balanceándose. No fue un susurro y sí la voz cálida de la memoria desarropándonos de primaveras. No fue un impacto y sí el escalofrío primitivo, como el primer beso, abrazo de luz y comprensión, como una amante de miles de caras en miles de abriles. Fue la música que siempre nos acompaña por el camino finito de nuestra existencia para elevarnos al infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.

Algo así se vivía en los inviernos de la infancia cuando los discos eran apenas grabaciones de cromo que, en cada número de la cuenta del cassette, evocaba –más allá de las imágenes-, deseos, ilusiones y expectativas frenéticas que intentaban desbrozar el misterio profundo de la Imagen que se nos había agazapado –para siempre-, detrás de las retinas, en el pulso contundente del corazón, en la misma mitad del alma que atropellaba sin paliativos a la razón y nos derrotaba al socaire de la noche. Quizá no era más puro, pero sí más inocente, más sorprendente, más intenso.

Hace apenas unos días un buen amigo me decía que echaba en falta poder vivir todo el año, más o menos, desconectado de las cofradías. Saber que la Semana Santa solo es una vez al año. No tener vídeos ni discos de marchas”. Hoy, escuchando a Nicolás Barbero y a Antonio Moreno Pozo, la música se abraza a la Cruz para acompañarnos por el camino finito de nuestra existencia; devolvernos a la adolescencia, al tiempo que no vivimos y del que nos dejó su señal inequívoca Beigbeder, Farfán, los Font… para elevarnos al infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.

domingo, 2 de febrero de 2014

El mito y la leyenda

Pasamos la vida en torno a un balón, como una alegoría perfecta del juego de la existencia. Buscando el misterio del único Alquimista que transmuta el metal en oro. Que abandona a la víctima propiciatora para tornarla en héroe sutil de nuestro tiempo.

El chivo expiatorio fueron naciones que, en otro tiempo en otros campos, hicieron brotar lágrimas a generaciones enteras de padres e hijos... Aquella tarde un grupo de hombres tomó la historia. La que le era propia. E hizo de su deporte plasticidad, estetica y ensueño... Mientras levantaron la sal de la tierra, con el aroma de la hierba recién cortada que nos devolvió a las tardes lánguidas de la infancia donde fantaseábamos con ser Arkonada, Carrasco o Butragueño.
En el sacrosanto vestuario de una selección, de un equipo, de un país... Retumbaron las palabras de un profeta... "Oigan ustedes: nos han dado de hostias estos dos últimos años, ha llegado el momento, salgan al campo y demuestren que son los mejores."

Un héroe casi vencido que nos mostró el camino del Olimpo. Un nombre, Luis. Un Sabio, conocido por su barrio, apellidado Aragonés.

Enrique León y Blas Jesús Muñoz

Frontera



Fue otro tiempo. Quizá, más puro o, seguramente, más modesto. Entonces, la ciudad dividía sus arrabales con pasos a nivel que ejercían de frontera psicológica –y mecánica- con el pasado y con el futuro que, sin querer saberlo nos aguardaba. Algo similar sucedía con las cofradías. Por los templos de su casco histórico se esparcían las hermandades que nos legaban una Semana Santa tan pretérita que, apenas si contaba con explicación en los tomos enciclopédicos que nunca se imprimieron ex professo. Tal vez, no había suficiente tradición ni conocimiento para transmitirla; tal vez, la información no se volcaba en una catarata que anegaba el conocimiento saturado; tal vez, apenas nos atrevíamos a bosquejar los secretos de las generaciones invisibles que nos antecedieron. No era más pura, pero sí más inocente. No había demasiada información, aunque sí más ganas, un espacio mayor ganado a la imaginación, al deseo, al asombro total cuando nos sacudía la procesión. No había un blog como éste donde publicar mis pamplinas. Sin embargo, al llegar la Candelaria ya sabía que quedaba poco y las horas se contaban hacia atrás, escuchando una cinta gastada y mirando un par de fotos ajadas que me transportaban a un universo infinito de posibilidades.