Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

jueves, 6 de febrero de 2014

La luz distinta



Hubo un momento en que nos alumbró la luz distinta de otra sabiduría. Tal vez, fue en el vientre materno –casi perdido en el caudal del subconsciente-, en un rincón del alma que vibra de nuevo al sentirlo. No fue la palabra y sí el lenguaje mismo del universo. No fue una caricia y sí la mano sutil del tiempo balanceándose. No fue un susurro y sí la voz cálida de la memoria desarropándonos de primaveras. No fue un impacto y sí el escalofrío primitivo, como el primer beso, abrazo de luz y comprensión, como una amante de miles de caras en miles de abriles. Fue la música que siempre nos acompaña por el camino finito de nuestra existencia para elevarnos al infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.

Algo así se vivía en los inviernos de la infancia cuando los discos eran apenas grabaciones de cromo que, en cada número de la cuenta del cassette, evocaba –más allá de las imágenes-, deseos, ilusiones y expectativas frenéticas que intentaban desbrozar el misterio profundo de la Imagen que se nos había agazapado –para siempre-, detrás de las retinas, en el pulso contundente del corazón, en la misma mitad del alma que atropellaba sin paliativos a la razón y nos derrotaba al socaire de la noche. Quizá no era más puro, pero sí más inocente, más sorprendente, más intenso.

Hace apenas unos días un buen amigo me decía que echaba en falta poder vivir todo el año, más o menos, desconectado de las cofradías. Saber que la Semana Santa solo es una vez al año. No tener vídeos ni discos de marchas”. Hoy, escuchando a Nicolás Barbero y a Antonio Moreno Pozo, la música se abraza a la Cruz para acompañarnos por el camino finito de nuestra existencia; devolvernos a la adolescencia, al tiempo que no vivimos y del que nos dejó su señal inequívoca Beigbeder, Farfán, los Font… para elevarnos al infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.

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