Hubo un
momento en que nos alumbró la luz distinta de otra sabiduría. Tal vez, fue en
el vientre materno –casi perdido en el caudal del subconsciente-, en un rincón
del alma que vibra de nuevo al sentirlo. No fue la palabra y sí el lenguaje
mismo del universo. No fue una caricia y sí la mano sutil del tiempo
balanceándose. No fue un susurro y sí la voz cálida de la memoria
desarropándonos de primaveras. No fue un impacto y sí el escalofrío primitivo,
como el primer beso, abrazo de luz y comprensión, como una amante de miles de
caras en miles de abriles. Fue la música que siempre nos acompaña por el camino
finito de nuestra existencia para elevarnos al infinito de lo sublime, de la
emoción inexplicable.
Algo así se
vivía en los inviernos de la infancia cuando los discos eran apenas grabaciones
de cromo que, en cada número de la cuenta del cassette, evocaba –más allá de las imágenes-, deseos, ilusiones y
expectativas frenéticas que intentaban desbrozar el misterio profundo de la
Imagen que se nos había agazapado –para siempre-, detrás de las retinas, en el
pulso contundente del corazón, en la misma mitad del alma que atropellaba sin
paliativos a la razón y nos derrotaba al socaire de la noche. Quizá no era más
puro, pero sí más inocente, más sorprendente, más intenso.
Hace apenas
unos días un buen amigo me decía que echaba en falta “poder vivir todo el año, más o menos,
desconectado de las cofradías. Saber que la Semana Santa solo es una vez al
año. No tener vídeos ni discos de marchas”. Hoy, escuchando a Nicolás Barbero y a Antonio Moreno
Pozo, la música se abraza a la Cruz para acompañarnos por el camino finito de nuestra
existencia; devolvernos a la adolescencia, al tiempo que no vivimos y del que
nos dejó su señal inequívoca Beigbeder, Farfán, los Font… para elevarnos al
infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.
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