La Semana
Santa está empezando. Los días, los surcos en la piel se agrietan en un pliego
más cuando se encuentran con el tiempo que los hace revivir. Como en un oficio prendido
de otros saberes, los resortes se activan en mitad justo del invierno, como un
presagio, como una esperanza certera que apunta a las ascuas ocultas, tras un
incendio que alentará nuestras miradas prestas siempre del asombro. No habrá
palabras que puedan explicarlo. Habrá gestos, esfuerzos y expectativas. No habrá
días que se marquen en el calendario porque –como escribe mi hermano Enrique-,
bajo el atrio de los gentiles cruzaremos el umbral invisible –intangible- de la
fe que se vive cuando las noches aceleran el pulso de su acontecer. No quedarán
abrazos, sino miradas que se cruzan cada noche; no cuando se conforman altares,
se planchan túnicas, se visten dalmáticas, se afana el incienso, se repasa la
cera o se conforman candelerías; sí, cuando en silencio se dispone cada pieza
como si fuera la única, cuando la arpillera regresa a su armario al borde de la
madrugada y las aristas de la piel nos recuerdan el esfuerzo saltado sobre el
alma que se arroba y rebusca certezas invisibles, pero que nos golpean los
sentidos, las manos extendidas, el pecho que parece muy pequeño…
Cualquier
tarde de domingo nos alcanza y desnuda nuestro acervo en la linde exacta de
otro mundo porque parece tan distinto y lejano al de hace apenas unas semanas. La
Semana Santa está empezando, antes de su Cuaresma, antes de que nos apercibamos
de que se forma mucho antes de que podamos sentirla, verla, olerla, prendernos
de ella en su penúltimo capítulo, en la vuelta de cualquier esquina y el paso
apenas parece detenerse en el tiempo y Dios nos mira a la cara para suspirar
nuestro nombre en las puertas de nuestra ánima expuesta y donada a Él. Ahora,
en la mañana de un día de febrero, ya sabemos que no es un domingo más, que los
momentos llegaron. Son las horas que susurran nuestra vida.
Foto. Jesús Ruiz "Gitanito"
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