Fue otro
tiempo. Quizá, más puro o, seguramente, más modesto. Entonces, la ciudad
dividía sus arrabales con pasos a nivel que ejercían de frontera psicológica –y
mecánica- con el pasado y con el futuro que, sin querer saberlo nos aguardaba. Algo
similar sucedía con las cofradías. Por los templos de su casco histórico se
esparcían las hermandades que nos legaban una Semana Santa tan pretérita que,
apenas si contaba con explicación en los tomos enciclopédicos que nunca se
imprimieron ex professo. Tal vez, no
había suficiente tradición ni conocimiento para transmitirla; tal vez, la
información no se volcaba en una catarata que anegaba el conocimiento saturado;
tal vez, apenas nos atrevíamos a bosquejar los secretos de las generaciones invisibles
que nos antecedieron. No era más pura, pero sí más inocente. No había demasiada
información, aunque sí más ganas, un espacio mayor ganado a la imaginación, al
deseo, al asombro total cuando nos sacudía la procesión. No había un blog como
éste donde publicar mis pamplinas. Sin embargo, al llegar la Candelaria ya
sabía que quedaba poco y las horas se contaban hacia atrás, escuchando una
cinta gastada y mirando un par de fotos ajadas que me transportaban a un universo
infinito de posibilidades.
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