Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

sábado, 8 de marzo de 2014

Toda la vida

                                                                                                                        “A Jose, que sabe que
                         Él todo lo puede”.

Fue otra época, un lapso demasiado cercano en el tiempo como para llamarlo pasado; un intervalo emocional –tan distante y cercano- que mira al futuro y al origen bajo la luz perpetua del recuerdo. Fueron otros días. Los ojos se abalanzaban al calor piramidal de magnos altares que parecían bajados del propio orbe celeste, que parecían encarnar la belleza intacta de la perfección. Fueron otros días. Los mismos ojos, las mismas manos, apretando los dientes y congelando el hálito en un instante eterno.

La Semana Santa edificaba sus cimientos argentos en las tardes languidecientes del verano. Desde la Asunción al Socorro, de la Pastora a la Fuensanta, la piel se convertía en una geografía que recorría el occidente que se amparaba eterno en el rostro de María. Bajo su manto, bajo su haz áureo, las pupilas buscaban más allá de la nostalgia y, durante una fracción de tiempo, nos evadíamos de cualquier lugar donde estuviéramos, mientras las ideas ajustaban la tarde de un Domingo de Ramos, de un Viernes Santo, camuflados entre las sombras de la noche que albergaba a su antojo parco la procesión eterna.

Pero ese fue el final de un trayecto mágico que comenzó un año atrás. En aquel instante, todo pareció detenerse ante su mirada. Aquella talla, no era madera, no era obra. Aquellas manos que se agarraban más fuerte a la Cruz, casi, parecían clavar su dolor en las mías. Y, allí, tan lejos y tan cerca de mi casa, supe que me había estado esperando toda la vida.

Tras la conmoción vino la calma, la luz nuclear de cada mañana. Luego los libros, las Imágenes, la biografía y el silencio en forma de Dios que nos legó Juan de Mesa. Acudieron mil preguntas, mil respuestas sin contestar que –tanto y tan poco, después- aun hoy me siguen acechando. Pero los días no detienen su cadencia infinita y la Madrugá del Viernes Santo acechó de nuevo y sentí que era la primera del resto de mi vida. De aquella noche solo recuerdo la penumbra mística de la basílica que se rendía y se remataba en Él. Tenía 28 años y me sentía como cuando cumplí los cinco y me vestí la primera vez. Aquella noche me desnudó el alma para siempre y me regaló su recuerdo imborrable, mientras susurraba para mí su nombre como un niño, Jesús del Gran Poder.


Escrito por Blas Jesús Muñoz, para http://gentedepaz1940.blogspot.com.es


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