“A Jose, que sabe que
Él todo lo puede”.
Fue otra
época, un lapso demasiado cercano en el tiempo como para llamarlo pasado; un
intervalo emocional –tan distante y cercano- que mira al futuro y al origen
bajo la luz perpetua del recuerdo. Fueron otros días. Los ojos se abalanzaban
al calor piramidal de magnos altares que parecían bajados del propio orbe
celeste, que parecían encarnar la belleza intacta de la perfección. Fueron
otros días. Los mismos ojos, las mismas manos, apretando los dientes y
congelando el hálito en un instante eterno.
La Semana
Santa edificaba sus cimientos argentos en las tardes languidecientes del
verano. Desde la Asunción al Socorro, de la Pastora a la Fuensanta, la piel se
convertía en una geografía que recorría el occidente que se amparaba eterno en
el rostro de María. Bajo su manto, bajo su haz áureo, las pupilas buscaban más
allá de la nostalgia y, durante una fracción de tiempo, nos evadíamos de
cualquier lugar donde estuviéramos, mientras las ideas ajustaban la tarde de un
Domingo de Ramos, de un Viernes Santo, camuflados entre las sombras de la noche
que albergaba a su antojo parco la procesión eterna.
Pero ese fue
el final de un trayecto mágico que comenzó un año atrás. En aquel instante,
todo pareció detenerse ante su mirada. Aquella talla, no era madera, no era
obra. Aquellas manos que se agarraban más fuerte a la Cruz, casi, parecían
clavar su dolor en las mías. Y, allí, tan lejos y tan cerca de mi casa, supe
que me había estado esperando toda la vida.
Tras la
conmoción vino la calma, la luz nuclear de cada mañana. Luego los libros, las
Imágenes, la biografía y el silencio en forma de Dios que nos legó Juan de
Mesa. Acudieron mil preguntas, mil respuestas sin contestar que –tanto y tan
poco, después- aun hoy me siguen acechando. Pero los días no detienen su
cadencia infinita y la Madrugá del
Viernes Santo acechó de nuevo y sentí que era la primera del resto de mi vida.
De aquella noche solo recuerdo la penumbra mística de la basílica que se rendía
y se remataba en Él. Tenía 28 años y me sentía como cuando cumplí los cinco y
me vestí la primera vez. Aquella noche me desnudó el alma para siempre y me
regaló su recuerdo imborrable, mientras susurraba para mí su nombre como un
niño, Jesús del Gran Poder.
Escrito por Blas Jesús Muñoz, para http://gentedepaz1940.blogspot.com.es
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