Quizá los domingos nunca fueron días de grandes hazañas. Tal vez, aquellas tardes lánguidas en que nos dejábamos llevar por la marea incesante de la esperanza que nos traía la luna nunca fueron sino un preludio de nuestro deseo. Puede que, en su mitad fueran la plenitud perdida de la semana, como un último y esplendoroso brindis antes de partir.
Quizá los domingos fueran un epílogo sonoro de los días que tanto analizamos desde nuestro futuro. Su magia decadente de minutos que se agotan nos rondaba en el alma, en la yema de los dedos como un capricho presentido de besos que se agotan para empezar de nuevo en tus labios que eran más tiernos, más carnosos, tan salvajes como los que se dan sin saber si habrá más.
Quizá el domingo albergaba esa postrera brizna de luz, justo antes de estallar. Y la tarde se cubría con su velo gélido –acelerado- de nostalgia, de saxos perdidos en obsoletas azoteas a las que el sol no llega porque sólo hacen sonar su viento-metal cuando la noche es más noche y nunca es en la del lunes.
Quizá cada domingo se escondió entre los demás. Desde la infancia, donde su mirada presentía las ausencias de cada semana. Tal vez, nuestro día pudo ser el viernes y, sin embargo, cada domingo –como un capricho lacerante sobre la piel-, sabía que todo se ensanchaba bajo la piel y te quería más.
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