En el interior de San Andrés, la luz de la capilla desafiaba a la noche. Por las aceras, por el pavimento, por las paredes, dentro de las casas, el aroma distinto de los días lo había cambiado todo entre el rumor solapado de la vigilia interminable. Ilusión, incertidumbre y soledad iban de la mano al calor de la víspera. El rito de tantas madrugadas del destierro acudía una vez más a la memoria, intacta. Un hormigueo en la yema de los dedos, un temblor sutil, un escalofrío profundo, eran el aviso inconfudible de que el momento había vuelto. Casi sin prestarle atención, sabíamos que había vuelto y, durante una semana, la ciudad se vestiría con los atuendos místicos de su fe. Nada vuelve a ser lo mismo, nunca vuelve repetida. Ya va a hacer un año desde que regresamos de aquella mañana incierta de lunes y regresamos hacia el Domingo con el asombro incólume, con la luz en las pupilas, con más empeño con el que creímos marcharnos.
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