La ciudad amanecía. Siempre amanece distinta, como una amante versatil que aun guarda en su vientre los secretos de otra madrugada. En sus venas, el frío se había incrustado limpiando la mente con la primera claridad -tímida- del cielo. Tras las ventanas, alguna luz desnudaba la mañana. Sobre el pavimento, gris, los primeros pasos se encaminaban al día. El capítulo de cada jornada se enlazaba con el anterior, con el próximo.
Observó la hilera anaranjada y vertical de fotones que se deslizaban hacia adelante. Imaginó campos cubiertos por la niebla del invierno, soles nucleares, brisas inquietas golpeando la frente. Pero la urbe se le enfrentaba y supo que jamás saldría de sus brazos gastados, de aquel puerto definitivo con su corriente profunda. Volvió la mirada una vez mas. Ya no sabía si aquella era su casa, su ciudad, sus días o, simplemente, un espejismo construido. Supo que volvería una última noche, un último aliento sobre el colchón que lo vio soñar.
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