Era viernes y el pulso ya temblaba en la garganta como un presagio inevitable. Un sonido acelerado recorría las venas para colapsar los sentidos. La piel, las sensaciones, lo aprendido… todo cambiaba ese día. Era algo más que la primavera, que la luz y los días, que las palabras tantas veces repetidas. Era viernes y en los ojos, más allá de donde alcanzan las retinas, el asombro nacía antes de ser, ni siquiera, visto. Durante tantos días de espera tensa, ansiosa, las horas parecían eternas, las preguntas se sucedían mientras la imaginación volaba más allá de las paredes de mi habitación. Era otro tiempo; en el que la música sonaba en el walkman y apenas sabíamos nada más allá de una cinta de cromo gastado. Sólo que una semana más tarde todo se habría acabado a la hora lánguida de la procesión. Pero antes los acordes romperían el cielo, desgarrarían las calles y nuestra ilusión permanecería intacta, durante los meses que nunca terminaban de sobreponerse. Más tarde, el tiempo o la edad parecieron alejarnos del asombro, del escalofrío de aquella mañana de viernes, atentos al cielo como augures contemporáneos, aunque –en un par de ocasiones- casi creímos tocar el cielo o estar en él y no fuimos capaces de eternizar ese instante. Sin embargo, aún es viernes y, parte de aquel entramado idílico de la infancia, no se resigna a reflejarse en aquel espejo de los años que no volverán.
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