En la memoria retumban acordes vibrantes con una percusión pretérita. Las estanterías empolvan universos personales entre las páginas macilentas que guardan secretos, susurros grabados sobre pliegos de celulosa. Las historias se siguen contando entre devaneos febriles que se lanzan al vacío como impulsos de luz. Los dedos tiemblan con una levedad imperceptible, fruto de otros días. Sobre los alféizares las ventanas se cubren de agua y frío; el aceite insufla vida al quinqué; el almirez muele el tiempo que habrá de llegar.
Fuera, las calles se llaman sin nombre, sobre el pavimento anónimo de la madrugada. Los días se acortan y el adorno eléctrico se conjura para vencer con la alegría metálica de partículas invisibles. Por los tejados huele a leña y retrotraen a chimeneas oscilantes, a otros hogares tibios que se difuminaron a través de los años como una patria perdida que reaparece un instante con su punzada certera. Por un momento, la visión de la ciudad se vence sobre sí misma como una postal romántica en la que el invierno acechante se convierte en su escenario.
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