Delante de la Inmaculada, como en un lienzo gastado, el pliego acrílico de los recuerdos se lanza a cada trazo gritando en otro paralelo. Delante de la Inmaculada, las manos se agitan contra el pecho, en cada pensamiento, en cada susurro que se ocultó al lamento diáfano de cada cuenta que se mantuvo pendiente. A sus pies, la realidad se desborda entre una dimensión distinta, más allá de policromías donde la mirada busca el sentido exacto de las cosas, la precisión milimétrica que todo lo abarca y comprende con la sencillez inaprensible que nos aguarda. Frente a su altar, se evoca cuanto aconteció y se esboza, tras la retina, cuanto vendrá. Y así, delante de la Inmaculada, de los lienzos azules que sostienen la existencia efímera, de los pliegues que atesoran lo que no se cuenta, de las bandas que estiran la savia en un juego sutil, de la ráfaga que proyecta una luz novedosa y diferente, de las volutas que juegan en su corona triunfante, de las manos que se asen fuerte a la vida queriendo agarrarla para siempre; todo comienza. Comienza y los nacimientos se descubren en las casas y, durante un mes, renace otra esperanza y reverdecen los viejos recuerdos, tan nuevos como la infancia en que quedaron depositados. Ya no duelen. Sin esperarlo, el ciclo se toma una vez más por la línea recta de la historia donde creímos que había terminado.
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