Tras el cristal, en las noches más largas que anteceden el invierno, la pequeña lámpara sobre el folio en blanco o la claridad magnética que proyecta la pantalla del ordenador atestiguan una soledad que, quizá, alguna vez sea compartida. De repente, todo lo que parecía superfluo se convierte en trascendente; todo lo que se pensaba con fluidez, ahora se retuerce entre los renglones como una condena predicha; toda la tranquilidad es ahora tensión adherida a los huesos, a la piel, a los párpados exhaustos.
La habitación parece menos acogedora y los libros –entreabiertos- se dispersan por el suelo, por los muebles, como páginas revueltas tras haber buscado la frase definitiva, el grabado exacto que sirva de inspiración, la foto –revivida en la memoria- que sirvió alguna vez como punto de lectura. Es un micro universo. Fuera, silencio. Dentro, los pensamientos se deslizan y aceleran buscando la conexión narrativa que dé inicio a la historia que nunca se atrevió a contar. Mientras la temperatura glacial posa su manto, dejándolo caer sobre la expectativa intacta que espera otro amanecer.
A mitad de un recuerdo, una frase cobra la cadencia musical de la prosa que busca verse culminada en el verso. Y la composición relata un instante de la infancia, un momento adolescente, un presente que deja de serlo a cada segundo. Las palabras se autoconstruyen en párrafos que recorren los sentidos, lo más profundo, lo que sólo se cuenta como un susurro en esas noches que se preparan para la estación. La Candelaria aguarda su momento y David recorre la memoria de cada madrugada, dispuesto para exaltarlo.
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