Las noches más oscuras eran las que transitaban a mitad del otoño, cuando no había luna en la que buscarnos, cuando apenas susurraba tu nombre con ese temor atávico a que traspasara los umbrales de mi propia realidad. Nos vencía la escarcha en las paredes, la herrumbre en el ánimo y casi las estrías de la vida no nos rozaban. La lluvia fina se derramaba por un sendero gris que temía a la oscuridad. Y una llama crepitaba, herida, en la sala de estar. Fuera, el viento gemía contra los cristales; dentro, el calor nos arrugaba la piel en un candor inexplicable de horas sin otro sentido que vivirlas, disfrutarlas sin preguntas. No era nada y lo era todo. Un rato antes -cuando la tarde caía naranja y fría- el horizonte gélido de aquellas lomas, flanqueadas por cercas de piedra desigual, prometía un futuro arrebatador, sin objetivos, sólo la emoción irracional en el pecho. A mitad de la noche, entre el vaho ocre de la habitación, podía dibujar aquella sonrisa que lo prometía todo.
Más tarde vino aquel calor de julio y su incomprensión. Y me adentré por ese sendero gris la primera vez, solo. Y las palabras formaron frases y los días parecían iguales porque siempre parecía la misma historia. Ni siquiera recuerdo el primer folio, pero sí el propósito, los borrones, los verbos acelerados queriendo contarlo todo en diez líneas. Tuve que esperar muchas noches, muchos amaneceres buscando la luna, el sendero gris, el atardecer naranja. Y los recuerdos fueron conformando un relato en la sala de estar y nos llevaron por mil caminos con un final parecido. Las imágenes se construyeron a sí mismas y la oscuridad nos devolvió su mirada; las horas nos abrazaron y supe que por aquel camino estrecho iba acompañado siempre. De nuevo, llegó la lluvia fina y el aliento frío del un cielo raso. Las noches más oscuras eran las que transitaban a mitad del otoño. Aun te llamo y aun me devuelves aquel susurro, aquella sonrisa franca, aquella mirada que nos hizo cómplices en la niñez.
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