Es el olor a tierra mojada de la infancia. El amanecer mismo de cada día proyectando una nueva vida sobre azoteas, balcones y fachadas encaladas. Son las calles baldeadas con el agua resbalando sobre adoquines y cantos. Es el aroma potente de una mañana, cuando la inmediatez pronostica un futuro nervioso en su certeza. Son las horas que se fraguaron mientras dormías; los sueños incorruptos de miles de noches; el anhelo de los que se fueron; la esperanza de los que están; la cotidianidad sublime de cuantos vendrán. Es la piedra sobre la argamasa centenaria. Es el edificio que desafía a la gravedad donde remata su espadaña. Es un rincón olvidado de la ciudad que nunca olvida y retoma sus lugares predilectos. Es el muro pétreo donde las dovelas retoman sus viejas formas y el cancel se abre una vez más a su paso.
En la memoria de lo que vivimos se guardan –como un tesoro- los detalles ínfimos que, a la postre, nos definen. Una mirada, un gesto cómplice o una sonrisa fugaz se recuerdan con más prontitud que aquellos días que creímos importantes en su fasto. En aquellos días, paseábamos por Montero, Zarco, Parras o Jesús Nazareno y todos los caminos confluían en San Agustín. En otros, que vinieron más adelante, jugábamos a descubrir que había detrás de eso que llamábamos cofradías, aquellos nombres que, más allá de esa representación efímera que es la Semana Santa, daban forma a aquello que nos había sido entregado.
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