En un tramo definido de la calle de los Libros los faeneros aguardaban su turno para pedir el trabajo. Córdoba se miraba en un horizonte distinto, o quizá simétrico, en las noches tibias de la primavera que acaricia al estío con la caricia esperanzada y triste del vino que no se querrá más. Las fachadas se encalaban de promesas guardadas en silencio y el secreto de la vida parecía guardarse entre los mármoles altos y eternos a los que otros ya escribieron. Como decía, por Santa Victoria se agolpaban el boqui o el veneno, entre otros. Y el trabajo no era otro que cargar a Dios sobre la piel que guarda el más precioso de los sentimientos, ese que nunca contamos, tal vez por vergüenza o, tal vez, porque es imposible explicar cosa semejante.
La Semana Santa se iba tan rápido que dejaba esa sensación de Viernes Santo, de funeral predicho. Me dormía pegado a un viejo transistor que narraba con su magia lo que el niño que era ya no podía ver más que en la imaginación –tenebrosa e intrépida- de los años que me restaba vivir. No supe, hasta mucho más tarde, lo que sucedía en esa calle, o en otras, donde los hombres vivían asidos a una esperanza que los superaba más allá de la línea febril e irracional de lo que dice –de lo que sabes- que eres.
La Semana Santa se eternizaba en vigilias y se fugaba con la presteza de una amante inquieta. Y, sin embargo, llegaba el Corpus con el rumor constante de quienes se agolpaban frente a la Custodia y daban la razón a Arfe cuando trazó sobre el lienzo el primer boceto. Y, delante de ella, uno de los Sáez dirigía por unas horas los designios olvidados de una ciudad prendida de sí.
En la calle de los Libros, en su punto exacto enfrentado a los muros de Santa Victoria, se escribió la crónica de otros días, una historia inédita que comenzó en San Francisco el Domingo de Ramos y que, el próximo domingo, cuando la Custodia atraviese el Arco de las Bendiciones en el rostro de Rafael y David continuará escribiendo el epílogo de una historia que se titula como lo que alguna vez, aquel transistor intuyó en su fábula difunta de Viernes Santo, simplemente Los Sáez.
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