Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

lunes, 31 de octubre de 2011

Otoño


Las noches más oscuras eran las que transitaban a mitad del otoño, cuando no había luna en la que buscarnos, cuando apenas susurraba tu nombre con ese temor atávico a que traspasara los umbrales de mi propia realidad. Nos vencía la escarcha en las paredes, la herrumbre en el ánimo y casi las estrías de la vida no nos rozaban. La lluvia fina se derramaba por un sendero gris que temía a la oscuridad. Y una llama crepitaba, herida, en la sala de estar. Fuera, el viento gemía contra los cristales; dentro, el calor nos arrugaba la piel en un candor inexplicable de horas sin otro sentido que vivirlas, disfrutarlas sin preguntas. No era nada y lo era todo. Un rato antes -cuando la tarde caía naranja y fría- el horizonte gélido de aquellas lomas, flanqueadas por cercas de piedra desigual, prometía un futuro arrebatador, sin objetivos, sólo la emoción irracional en el pecho. A mitad de la noche, entre el vaho ocre de la habitación, podía dibujar aquella sonrisa que lo prometía todo.

Más tarde vino aquel calor de julio y su incomprensión. Y me adentré por ese sendero gris la primera vez, solo. Y las palabras formaron frases y los días parecían iguales porque siempre parecía la misma historia. Ni siquiera recuerdo el primer folio, pero sí el propósito, los borrones, los verbos acelerados queriendo contarlo todo en diez líneas. Tuve que esperar muchas noches, muchos amaneceres buscando la luna, el sendero gris, el atardecer naranja. Y los recuerdos fueron conformando un relato en la sala de estar y nos llevaron por mil caminos con un final parecido. Las imágenes se construyeron a sí mismas y la oscuridad nos devolvió su mirada; las horas nos abrazaron y supe que por aquel camino estrecho iba acompañado siempre. De nuevo, llegó la lluvia fina y el aliento frío del un cielo raso. Las noches más oscuras eran las que transitaban a mitad del otoño. Aun te llamo y aun me devuelves aquel susurro, aquella sonrisa franca, aquella mirada que nos hizo cómplices en la niñez.

lunes, 24 de octubre de 2011

San Rafael




Era el mismo nombre repetido, la misma hora, el mismo día… Las conversaciones se escondieron más allá de los jardines, verdes de helechos, por cada rincón oculto. En las manos aun restaba el poso de alguna caricia, de algún abrazo. El astro, que regalaba al planeta la vida, salía y se escondía por los zaguanes que sólo resistieron los mismos siglos que nuestra memoria. Era el mismo nombre repetido, la misma hora, el mismo día… En las arrugas de la frente se miraban como estratos perennes de lo vivido. Había playas sin mar, horas sin minutos; sonrisas ocultas en los portales; fotos que no se hicieron; recuerdos que se olvidaron; susurros que se perdieron en su particular frecuencia y que renacen cuando cae la tarde. Era el mismo nombre repetido, la misma hora, el mismo día… Y esa expresión inolvidable regresaba como el olor a tierra mojada, como las imágenes exageradamente gigantes de la infancia, como la estampa de los días que no volverán, que siempre estarán. Era el mismo nombre repetido, la misma hora, el mismo día… Y por Roelas se repetía el Juramento; y la Imagen áurea que esculpiera Gómez de Sandoval definía a la ciudad proyectada sobre el Custodio que esperaba, desde cualquier punto de su geografía, ese mismo día, aquella hora señalada, aquel nombre que nos recorrió la infancia.

lunes, 17 de octubre de 2011

El Salado


El horizonte se desliza por tu piel,
la misma que llegó tras la niebla,
en aquella estación –que quise- fuera de un solo sentido;
la misma
que se perdía en aquella playa
más allá de nuestro mar
donde la luna jugaba a esconderse
en el lecho profundo de nuestras vidas.
No sé si era octubre, tal vez mayo, tal vez
el tiempo ya no existiese y quedaran atrás
las letanías intensas de otra primavera, de otra luz
que tanto fue buscada. Una certeza
se abrió paso entre la arena
¡No lo sabíamos!
Pero nos estaba esperando.

lunes, 3 de octubre de 2011

San Agustín


Es el olor a tierra mojada de la infancia. El amanecer mismo de cada día proyectando una nueva vida sobre azoteas, balcones y fachadas encaladas. Son las calles baldeadas con el agua resbalando sobre adoquines y cantos. Es el aroma potente de una mañana, cuando la inmediatez pronostica un futuro nervioso en su certeza. Son las horas que se fraguaron mientras dormías; los sueños incorruptos de miles de noches; el anhelo de los que se fueron; la esperanza de los que están; la cotidianidad sublime de cuantos vendrán. Es la piedra sobre la argamasa centenaria. Es el edificio que desafía a la gravedad donde remata su espadaña. Es un rincón olvidado de la ciudad que nunca olvida y retoma sus lugares predilectos. Es el muro pétreo donde las dovelas retoman sus viejas formas y el cancel se abre una vez más a su paso.

En la memoria de lo que vivimos se guardan –como un tesoro- los detalles ínfimos que, a la postre, nos definen. Una mirada, un gesto cómplice o una sonrisa fugaz se recuerdan con más prontitud que aquellos días que creímos importantes en su fasto. En aquellos días, paseábamos por Montero, Zarco, Parras o Jesús Nazareno y todos los caminos confluían en San Agustín. En otros, que vinieron más adelante, jugábamos a descubrir que había detrás de eso que llamábamos cofradías, aquellos nombres que, más allá de esa representación efímera que es la Semana Santa, daban forma a aquello que nos había sido entregado.