Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

jueves, 15 de septiembre de 2011

Septiembre


Eran como las tardes de la infancia. Las azoteas se vestían de naranja y ocre como las imágenes de un pasado que –no por vivido- dejaba de serlo. En los zaguanes, la brisa  de la sombra era más tibia y la luz que se dispersa más allá de las columnas de los patios, dominada por una tonalidad macilenta. Los niños regresaban a la escuela y la rutina comenzaba a entonar su cadencia insalvable. El rumor ya no era el de la calma leve de la siesta; las hojas iban perdiendo su color; los sonidos empezaban a agolparse en la mañana; olía a libros, a tinta, al papel intacto de los cuadernos.

Llegaba septiembre y en sus tardes, a medio camino entre el recuerdo y el futuro, se guardaban sensaciones encontradas. Todo quedaba lejos y, por momentos, parecía inminente. El sonido lejano de una canción nos transportaba por las ensoñaciones pueriles que casi derrotaban al tiempo en la mente y en el deseo sincero. El calor, los deberes y el ajetreo nos devolvía a una realidad que nunca lo fue del todo.

Llegaba septiembre y, junto al arco bajo de la Corredera, los días se condensaban y fluían delicadamente en torno a la Virgen del Socorro. Llegaba septiembre y, en el Santuario, Nuestra Señora de la Fuensanta recibía a los fieles entre campanillas y la ilusión dilatada en las pupilas. Llegaba y la urbe se reflejaba en los rostros de dos de sus veneradas imágenes marianas, la alcaldesa perpetua y la patrona de la ciudad.

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