Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

lunes, 26 de septiembre de 2011

El último domingo


Marcaban las calendas el depósito sutil de su tiempo, la armonía perpetua de las horas, el límite entre el estío y el espacio que se guarda para la memoria que se retoma en las noches húmedas del invierno. Señalaba el almanaque el último domingo de septiembre; el cielo –azul y amarillo-, esperaba a que jugara la luna con cada facción de su piel, la misma que se transforma más allá de la madera, aun más lejos de la policromía sutil que los siglos le dejaron como poso. Camino de San Pedro o de la Espartería, los pasos confluían frente a su puerta; aquellos pasos que durante cuatrocientos años gastaron la piedra y los cantos y dejaron una huella invisible, una devoción heredada, una generación compartida. Adentrándose hacia el interior de la ermita, la atmósfera concurría en las versiones diversas del rumor doliente de los inciensos, de la luz crepitante proyectada sobre los muros, del sigilo de una letanía pretérita que siempre redunda sobre los ecos del pasado. Bajo el auspicio de su templete, el acanto curvilíneo estilizaba sus formas parecía encuadrar la estampa imperecedera, jugar con su pelo, armonizarse en el conjunto pleno de su mirada –la misma que guarda los secretos y anhelos de todos, y cada uno, de sus fieles-. Y la Virgen del Socorro cruzaba, en su arteria más profunda, la línea invisible de la ciudad; la ciudad que la miraba con las pupilas distintas de la infancia; la ciudad –casi inmortal- que se bebió cada momento, cada mirada, cada beso y cada rezo para recrearse en Ella; la ciudad que se dejó gobernar bajo su cetro. Nuestra Señora ya estaba junto al Arco Bajo, ya era el último domingo de septiembre.

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