Creímos que, tras el cristal, los días eran sólo una mancha gris en el horizonte. Que las gotas de lluvia, apenas dejaban la mancha de su salpicadura, sin llegar a humedecer las horas en las que miramos el reflejo sobre su piel incólume. Desde el otro lado de la ventana se veían sombras opacas difuminándose entre los edificios. La luna se había olvidado de la noche y -la presencia cenicienta del cielo- no dejaba bosquejar más allá de un latido pesimista. La yema de los dedos no recordaba el tacto sutil de otras manos, de otros lugares perdidos en la memoria.
Algo en su superficie se quebró en silencio. Imperceptible, como una letanía inmóvil, como las aves que no cesan de migrar, como días iguales, como gestos repetidos. Sutil como un beso que se descuelga en la noche hasta el terciopelo desnudo del amanecer. Leve, entre los susurros vanos que se pierden entre la madrugada de los cuerpos que se encuentran en su sonrisa cómplice. Hastiado, lanzando una última mirada que se resiste a ser vencida por el tiempo. Fugaz como la luna que volvió a recordar a la noche como su sentido postrero.
Creímos que, tras el cristal, se había escapado –al margen de todo- un universo intangible de sensaciones vividas. Sin embargo, la noche estaba a punto de comenzar, a un chasquido seco de erizar la piel, a un paso certero de dejarse atrapar y prendernos entre la humedad añil de sus horas. Creímos que no había nada más y todo aguardaba a ser descubierto como la primera página, mil veces releída, de una historia pretérita que aún estaba expectante de su caligrafía definitiva.