Las horas pasaban con la mirada perdida en el horizonte, repasando lecturas, vivencias y expectativas. Claudio repasaba el vino de su copa, mientras pensaba en la ciudad como origen y destino de sentimientos invisibles...

viernes, 28 de febrero de 2014

Humano y mortal

Aún recuerdo aquellas noches de febrero. Aquellas noches en que corría hacia el viento exuberante de la imaginación y le contaba a mi almohada miles de ilusiones envueltas en la inocencia de aquellos trece años. Entonces, trece primaveras por cumplir no eran nada para la candidez de un preadolescente. En las venas un fuego quemaba como un arrebato de pasión, como un pulso mirando a la cara de la vida, a la frente –arrugada- de los años que me restaban, de las cosas que me quedaban por aprender. Entonces, no había apenas libros que respondiesen la sincronía de preguntas que me inquietaban en aquel cuartito que, ensoñando, era más grande que todas las ciudades, y la Semana Santa se ideaba a golpe de escenas perseguidas que no eran más que escenarios flamígeros que navegaban por los mares de recuerdos idealizados que perseguían detalles y aromas en una sucesión que apremiaba el detalle. Entonces, el cromo de una cinta se adhería cada anochecer al walkman, bajo el cabecero de la cama, y la música –repetida- de mis días, me llevaba de la mano a otros mundos donde no había mayor regalo que el de la inconsciencia, mayor paraíso que el Edén perdido de una felicidad pueril, más limpia, casi, que la cera de mi Virgen antes de comenzar la procesión en la soledad más absoluta que dicta el templo jesuita.

Contaba las semanas, los días, las horas con el frenesí de un enamorado y, aunque lo estaba viviendo en mi propia piel, ha tenido que pasar tanto para que me diera cuenta de que ese era mi verdadero amor, mi felicidad, mi luz, mis mañanas y mi guía. La Cuaresma se convertía en la antesala emocionante de los hechos que, en el intervalo de una semana mística, serían tan definitivos. Cada viernes, era uno menos para el santo de mi abuela, para el día del anuncio, el de Dolores, cuando empezaba y acababa mi Semana Santa y miraba a la ciudad con el rostro sincero del asombro verdadero, el que nunca más volvió.

¿Dónde cambió todo? No lo sé. Pero una tarde de enero, con la luz de la urbe a medio gas, ya estaba inmerso en una epifanía de datos, imágenes, noticias repetidas (de las que aun era parte), y ya no había salida en aquel callejón globalizado de tecnología. Ya no veía ni mi túnica ni mi costal, no había luz en aquella habitación, ni escenarios áureos, ni cromo en la grabación de mi vida.

Tal vez, en todo lo bueno –que es mucho- que nos ha entregado tanto avance haya quedado atrás para siempre la ilusión, los nervios, la espera, la emoción infinita de un Domingo de Ramos, la tristeza eterna de un Viernes Santo, la pura imaginación. Tal vez, cualquier niño sea hijo del progreso y, en su tablet con su sistema Android, su silencio y abstracción le permita ser libre para alejarse de un mundo que, aun los libros de Hernández Díaz, Núñez de Herrera, Romero Murube, García Baena… –que contenían la llave de nuestra libertad- resulten demasiado obsoletos para una descarga. Un mundo que busca la perfección sin saber, tan ignorante, que la perfección no existe en las cosas humanas y mortales, que va más allá…

Sin embargo, algo ha cambiado en mi estas noches de febrero y casi vuelvo a aquellas de la niñez con una vibración familiar en el pecho. Ahora, sí hay libros y la imaginación –la auténtica- ha vuelto casi sin despecho. Hay un horizonte naranja, donde transitan mis cofradías muy lejos del ordenador, mientras releo a Carlos Colón y pienso en la generación invisible que da forma a la Semana Santa a través del tiempo. Hay un horizonte naranja, donde el nombre del segundo evangelista recorre cada pensamiento y me ha devuelto a un origen primigenio donde susurrarle un poema de Montesinos, un salmo de Antonio, mientras la primavera se escurre por las que serán sus sábanas y sueñe como yo soñé y la almohada sea su mejor cómplice cuando los días se acerquen y halle, en la espera  del Viernes –que rompe al cielo la alegría-, en la noche, desnuda de oropeles, a su mejor compañera.


Blas Jesús Muñoz
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jueves, 6 de febrero de 2014

La luz distinta



Hubo un momento en que nos alumbró la luz distinta de otra sabiduría. Tal vez, fue en el vientre materno –casi perdido en el caudal del subconsciente-, en un rincón del alma que vibra de nuevo al sentirlo. No fue la palabra y sí el lenguaje mismo del universo. No fue una caricia y sí la mano sutil del tiempo balanceándose. No fue un susurro y sí la voz cálida de la memoria desarropándonos de primaveras. No fue un impacto y sí el escalofrío primitivo, como el primer beso, abrazo de luz y comprensión, como una amante de miles de caras en miles de abriles. Fue la música que siempre nos acompaña por el camino finito de nuestra existencia para elevarnos al infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.

Algo así se vivía en los inviernos de la infancia cuando los discos eran apenas grabaciones de cromo que, en cada número de la cuenta del cassette, evocaba –más allá de las imágenes-, deseos, ilusiones y expectativas frenéticas que intentaban desbrozar el misterio profundo de la Imagen que se nos había agazapado –para siempre-, detrás de las retinas, en el pulso contundente del corazón, en la misma mitad del alma que atropellaba sin paliativos a la razón y nos derrotaba al socaire de la noche. Quizá no era más puro, pero sí más inocente, más sorprendente, más intenso.

Hace apenas unos días un buen amigo me decía que echaba en falta poder vivir todo el año, más o menos, desconectado de las cofradías. Saber que la Semana Santa solo es una vez al año. No tener vídeos ni discos de marchas”. Hoy, escuchando a Nicolás Barbero y a Antonio Moreno Pozo, la música se abraza a la Cruz para acompañarnos por el camino finito de nuestra existencia; devolvernos a la adolescencia, al tiempo que no vivimos y del que nos dejó su señal inequívoca Beigbeder, Farfán, los Font… para elevarnos al infinito de lo sublime, de la emoción inexplicable.

domingo, 2 de febrero de 2014

El mito y la leyenda

Pasamos la vida en torno a un balón, como una alegoría perfecta del juego de la existencia. Buscando el misterio del único Alquimista que transmuta el metal en oro. Que abandona a la víctima propiciatora para tornarla en héroe sutil de nuestro tiempo.

El chivo expiatorio fueron naciones que, en otro tiempo en otros campos, hicieron brotar lágrimas a generaciones enteras de padres e hijos... Aquella tarde un grupo de hombres tomó la historia. La que le era propia. E hizo de su deporte plasticidad, estetica y ensueño... Mientras levantaron la sal de la tierra, con el aroma de la hierba recién cortada que nos devolvió a las tardes lánguidas de la infancia donde fantaseábamos con ser Arkonada, Carrasco o Butragueño.
En el sacrosanto vestuario de una selección, de un equipo, de un país... Retumbaron las palabras de un profeta... "Oigan ustedes: nos han dado de hostias estos dos últimos años, ha llegado el momento, salgan al campo y demuestren que son los mejores."

Un héroe casi vencido que nos mostró el camino del Olimpo. Un nombre, Luis. Un Sabio, conocido por su barrio, apellidado Aragonés.

Enrique León y Blas Jesús Muñoz

Frontera



Fue otro tiempo. Quizá, más puro o, seguramente, más modesto. Entonces, la ciudad dividía sus arrabales con pasos a nivel que ejercían de frontera psicológica –y mecánica- con el pasado y con el futuro que, sin querer saberlo nos aguardaba. Algo similar sucedía con las cofradías. Por los templos de su casco histórico se esparcían las hermandades que nos legaban una Semana Santa tan pretérita que, apenas si contaba con explicación en los tomos enciclopédicos que nunca se imprimieron ex professo. Tal vez, no había suficiente tradición ni conocimiento para transmitirla; tal vez, la información no se volcaba en una catarata que anegaba el conocimiento saturado; tal vez, apenas nos atrevíamos a bosquejar los secretos de las generaciones invisibles que nos antecedieron. No era más pura, pero sí más inocente. No había demasiada información, aunque sí más ganas, un espacio mayor ganado a la imaginación, al deseo, al asombro total cuando nos sacudía la procesión. No había un blog como éste donde publicar mis pamplinas. Sin embargo, al llegar la Candelaria ya sabía que quedaba poco y las horas se contaban hacia atrás, escuchando una cinta gastada y mirando un par de fotos ajadas que me transportaban a un universo infinito de posibilidades.