Quizá mi cáliz, del que siempre has bebido sin queja, nunca te ha brindado el sorbo que mereces. Quizá resulte más efectivo denunciar -aunque sea predicar en el desierto- que construir. Destruir es más sencillo y bien sabes que algunos, en su infinita y burda torpeza, bien que lo intentan. Pero no temas que hoy no me vas a leer nada que te deje en el paladar un poso amargo.
No te voy a escribir de cofradías, aunque los demás lo esperen y aspiro a que comprendan que ya escribo demasiado para mal de otros. No te voy a hablar del Córdoba, por más que ese domingo ya quede inserto para siempre en mi memoria y en mi sistema nervioso. Ni de nada que no seas tú.
Este cáliz es tuyo. Siempre lo ha sido. Por ti levanté mi copa, lejos de la tierra que fundó Claudio y que nos vio crecer con su raíz profunda y venenosa; lejos donde nadie nos miraba ni intentó juzgarnos; lejos de las ventanas azules y con calles inmensas donde la gente parecía más anónima; lejos, entre andenes y dársenas, con sonrisas casi de la infancia y despedias desapareciendo entre esos rostros acelerados, mientras parecía bajar a las entrañas mismas de la tierra.