Suena la música y se abre la emoción de una expectativa. Suena la música y la mente se pierde en horizontes tan distintos y cercanos como los de los sueños de la infancia, la ilusión de la niñez devuelta en una pieza de, poco más, de tres minutos. Suena la música, la que alcanza lo profundo, y la composición reverbera en la perfección con que la escuchamos sin preocuparnos en cómo está escrita o cuántos borrones se dejaron a sucio sobre el pentagrama. Suena en el reproductor y casi pensamos que sale de un viejo transistor que resistió a la tecnología porque los acordes, alineados en su mística singular, siempre sobreviven a la condena del tiempo.
Lucena, Martínez Rücker, Beigbeder, los Font, Goméz Zarzuela, López Farfán… forman una estirpe de rostros anónimos, de sinfonías que se encuentran en un sustrato invisible más allá de la piel, y que forman un camino que recorren los siglos diecinueve y veinte para concluir en Braña, Morales, de la Vega o Gámez. Y, precisamente, Pedro Gámez Laserna –aunque nos desviemos del mero orden cronológico- constituye un cenit en la música popular cordobesa.
Popular y no sólo procesional, porque en Córdoba, además de la marcha oficiosa de la ciudad, ideó sus Impresiones armónicas de la urbe e, incluso, una copla a La Virgen de los Faroles que hace apenas unos días pudo escucharse en el Círculo de la Amistad. Un concierto, dirigido por Francisco Javier Gutiérrez Juan, que puso una vez más de manifiesto la importancia que los cofrades otorgan a la música, como medio, pero –y sobre todo- como fin para alcanzar y atesorar aquello que los convencionalismos denominan cultura.
Pedro Gámez se ha convertido en uno de los emblemas musicales de la Córdoba del último medio siglo. Un abanderado que, como tantos otros –dígase José de la Vega, por ejemplo-, necesitó de la inexplicable distancia del tiempo para ser reconocido, aplaudido, aclamado y reivindicado. Alguien me dijo una vez que la música es una de las artes mayores porque es capaz de transportarnos hacia Dios. Y no le faltaba razón porque en cualquier concierto bien ejecutado, en cualquier templo, con cualquiera de las obras mayores, adornan con su carácter sublime lo eterno. Pedro Gámez consiguió esa difícil cualidad, pero también a través de sus composiciones fue capaz de vencer a la realidad y conducirnos a un universo donde todo es posible y donde abandonarse a sensaciones que, por cercanas, nunca se han vivido.
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