Por la geografía se eleva, como una plegaria al viento, una forma singular de sentir la fe. Por los puertos del alma, por el mar infinito del espíritu, la noche comienza a caminar entre el rito sobrevenido de lo que fue, de cuanto se repitió y, a la vez, siempre fue distinto. La Salve se reiteró en los altares efímeros, alumbrados por una tibia luna que parece acariciar el rostro sereno de Nuestra Señora; la misma a la que se mira desde las aceras perplejas del instante, a la que se canta desde las melodías perennes de Gámez, Braña o Morales.
Desde las puertas del convento de San José parecía adivinarse la víspera; parecían contarse los meses, las semanas, los días, las horas, los minutos y segundos que restan para su coronación; casi se tocaba la ilusión contenida del tiempo trabajado para cuando se produzca el instante –casi mágico- en que Nuestra Señora del Carmen sea coronada.
Y, de ese modo, entre el anhelo sutil y silente de cuanto aguarda, la Virgen del Carmen se encontraba con su cita anual con la ciudad. Por San Cayetano, Santa Marina y san Agustín, una vez más, la urbe cambiaba su fisionomía para atestiguar su verdadero secreto, ese que se susurra al paso de sus cortejos procesionales o –tras las imponentes fachadas de los oratorios- cuando el culto se hace liturgia y la religión de sus habitantes se encuentra en el poso particular de la propia alma, de aquello que no contamos porque apenas podemos definirlo más allá de la palabra fe.
Luego, la crónica repetida; los recuerdos y sensaciones que se guardan en el placard de otro verano más que la vio; las notas del himno que compusiera Luis Bedmar flotando por la cuesta como si la salida se repitiera una y mil veces en la memoria. La procesión concluye y ya no resta más que la vigilia del momento esperado. La próxima vez que la veamos irá camino de la Catedral a su cita con la historia.
Fuente: www.hermandadesdecordoba.com