Un furtivo haz de luz recorre la noche. Sobre la alcoba
reposan los recuerdos, los instantes, el deseo y la expectativa. La estancia
permanece a oscuras. La presencia tenue del candil quedó atrás mucho antes,
cuando los días fueron acortando su mirada finita al horizonte que ya solo deja
entrever una posibilidad. Imagina que aún puede reunir la fuerza postrera para
ponerse en pie. Imagina las paredes rezumando un hálito de sudor entre los
desconchones. Imagina que vuelve al taller, que la gubia sigue devastando la madera,
surcando formas de la única manera que conoce. Fuera cae la niebla, como si ya
no fuese un agente extraño que con sus dedos acariciase el epílogo, el paso
previo a la eternidad.
Los ímpetus se abandonan a su destino. Sobre el cielo, miles
de trazos invisibles dibujan gestos, escenas, emociones, oficios, sufrimientos
y alegrías. Por las calles, tan desiertas, se escribe su historia en silencio,
como un susurro accesible al iniciado que en sus manos encomienda su espíritu. Sobre
el pavimento, las muescas marcan el camino, el destino recreado, predicho.

Entonces, tu inquietud es la suya potenciada al universo. Pero
una brisa cálida te recorre y te comprende. Te entrega una serenidad perdida
desde el tiempo que olía a leña y tierra mojada, cuando la infancia y la
ilusión pertenecían a la misma patria. Entonces no piensas en el hombre que nos
acercó más al misterio, a través de sus manos, a través de algo que sentimos y
que no comprendemos del todo. En ese momento los rostros se confunden y pasan a
formar parte de miles de historias anónimas a las que, en su medida, dio
comienzo Juan de Mesa.
Imagen: www.todocoleccion.net
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