Hay un rincón que mira más allá de las nubes, donde la estratosfera
alcanza los sueños que se rindieron en el camino. Una torre que blanquea
la luz áurea de las paredes que susurran su secreto a la primavera. Una
luz distinta a las demás que, por un instante, convierte a la ciudad en
lo que alguna vez deseamos y no en lo que es. Una madeja sedienta de
calles, de secretos dispuestos solo para iniciados, donde los poetas
duermen la siesta de los justos y escriben y componen a la madrugada
-como testigo, como amante y compañera-, elegías trágicas y poemas de
amor. Una ciudad distinta, sin pesares ni brumas tétricas que asolan la
mirada que se vuelve hacia adentro. Una oscuridad fiel que difumina el
horizonte previsto; gotas de lluvia en la noche que nos hace libres para
mirar adonde solo las palabras alcanzan, sin ataduras.
Y ya no restan costumbres manidas, ni el suicidio colectivo del medio, la partida ni el periódico que cuenta las noticias de ayer. Otro mañana se hace posible, lejos del tipismo, de eso que llaman idiosincracia y solo nos hace presos de nosotros mismos; no de aquello que nos vio crecer en la historia; no de la ciudad que fue; no de los logros que nos alumbraron. El mañana se convierte en presente y, casi, rozamos con la yema de los dedos una mera posibilidad de ser.
Y ya no restan costumbres manidas, ni el suicidio colectivo del medio, la partida ni el periódico que cuenta las noticias de ayer. Otro mañana se hace posible, lejos del tipismo, de eso que llaman idiosincracia y solo nos hace presos de nosotros mismos; no de aquello que nos vio crecer en la historia; no de la ciudad que fue; no de los logros que nos alumbraron. El mañana se convierte en presente y, casi, rozamos con la yema de los dedos una mera posibilidad de ser.