Caía la noche
con su efímero punto de luz.
Caía la noche
como un salto al vacío,
a la nada que se adentra en su oscuridad,
perpetua y prometida,
como un remanso, como una capa parca en la que camuflarse.
Apenas por unos días
la primavera ganaba su batalla ancestral
con su galope incesante, con su negación y con su sí,
acelerada,
como la vida que trae con una promesa susurrada
entre unos labios tibios.
Caía la noche.
Un manto frío, una letanía imposible,
el rito y la regla, la hilera inmortal
ocultada
entre el rojo anónimo de las vestiduras y el esparto asido a la cintura
como la promesa permanente.
Las paredes sinuosas proyectaban un desfile inmemorial
de cal fundiéndose con las sombras que se le proyectan
y son testigo iniciado de un legado generacional.
La piedra adherida al piso, a la cera que, poco a poco, iba formando
otra geografía que,
por una Semana, cambiaba, para siempre,
la fisionomía de la ciudad.
Caía la noche.
Caía la noche y en la angostura de una plaza,
como un pequeño y particular milagro,
te miré por primera vez. No fue furtiva ni fugaz,
una mirada definitiva,
perpetua como otra luz, mientras lacraba el contrato
la lenta cera ardida que parecía fundirse bajo tus párpados.
Caía la noche y supe
que al amanecer
ya todo sería definitivo
con solo mirarte.
I. EL SALTO AL VACÍO
Fueron días felices en que la ilusión
arrancaba cada amanecer y dormía solo antes de la última hora de la madrugada.
Fue una primavera eterna y renovada, un sueño iniciado una noche de Martes
Santo cuando ella caminaba por la plaza del Cristo de los Faroles. No hubo
pasado y, casi, aquella noche no tuvo futuro. No recuerdo una sola marcha, una levantá o si le cantaron una saeta. La
recuerdo a Ella. Allí, presidiendo la escena, mirándome como si fuera la
primera vez que me miraban. Con ternura y firmeza; con la pasión y la tristeza
que no se puede contar si no se proyecta
en un instante que se eterniza en la memoria.
Pero
la memoria es un consuelo sutil que
suaviza y traiciona con frecuencia. Así que todo esto no lo tomes sino como un
esfuerzo, una evocación perseguida de cuando apenas tenía la mitad de mi edad y
más del doble que la tuya. No sé si algún día la mirarás como yo la miro, si te
temblaran las manos o apretarás los dientes. No sé si, alguna noche fugaz de
Martes Santo –por Deanes o San Fernando-, tomarás la decisión que yo tomé y
saltarás al vacío que marca la caída de sus párpados, ese mismo vacío que me
atrapó para siempre a mitad de camino entre la ciudad y San Andrés; entre quien
transcribe esta historia y su protagonista, María Santísima de la Caridad.
II. LA PRIMERA VEZ
Lo que primero brota del alma suele
ser lo más sublime o, cuanto menos, lo más auténtico. La primera Cuaresma de
niño, contando los días de una vigilia interminable, marcada por el anhelo del
día señalado en rojo en el calendario. Lo imaginarás un millón de veces y más.
Cuidarás cada detalle con una minuciosidad tan implacable como el deseo de que
suceda. Aquella Cuaresma del ´97 me duró desde aquella mágica noche del año
anterior cuando la descubrí para siempre.
Fueron
días, semanas, meses y nunca creí que llegara aquel Martes que tan paciente
esperé. Sin embargo, de una u otra manera todo llega. Y el día del último
ensayo llegó. Apenas sabía prepararme la ropa de costalero; apenas tenía la
edad necesaria; apenas sabía nada de lo que me aguardaba. Pero aquella última
noche de ensayo acabé allí, frente a Ella (frente a Ti). Y, por segunda vez,
sentí la punzada mística de esa mirada cruzándome el pecho, de una forma tal,
que solo puede entender quien la ha sentido.
Quedaban dos semanas que
pasaron entre la expectativa, el temor y el anhelo. La Semana de Pasión anunciaba
la víspera. La ciudad ya estaba preparada con su arquitectura efímera de
incienso dispuesto en los turiferarios para ser encendido y ondeado hacia el
cielo; de trompetas pulidas y afinadas para rasgar el aire con su alabanza
melódica y nostálgica; de túnicas planchadas y plegadas en el rincón más íntimo
del hogar; de arpilleras tensas aguardando el momento de fundirse con la
madera, bajo la oscuridad del paso que portará los sueños, las plegarias, los
susurros, la súplica o la expectativa de quienes la verían pasar por un
instante, junto a ellos, compartiendo su dolor, sosteniendo su esperanza,
aguardando su Caridad.
Lo que primero brota del
alma suele ser lo más sublime, lo más auténtico. La primera vez, aunque se crea
olvidada, siempre permanece –casi oculta- como las ascuas bajo la ceniza que
nunca las apaga. Y, así, bajo tu palio se apareció el Martes en que caminamos
juntos. Con las puertas de San Andrés a punto de crujir ante la calle que
pronto te vería, el aroma cerrado del templo se sofocaba entre miradas fugaces,
cómplices. La flor, la cera, la madera, el desfile cobrando forma a escala
sobre el mármol, contra las columnas. Y, junto al altar, más allá de
terciopelos, bordados, varales y candeleros… tus párpados cayeron sobre mis
retinas como un peso insalvable, como una promesa predicha, como una alianza
eterna que portaste en tu seno. En ese momento, no hubo nadie más, solamente tú
existías, solamente eras, solamente tus manos, tu tez, tu rostro. Tú. Carne y
piel, abrazo de luz, mirada cansada y decidida de mujer, la primera sobre la
faz de la tierra, la última que sorteará el apocalipsis.
Y los goznes crujieron,
mientras un nazareno llamaba a las puertas. Y la Cruz se alzó sobre la plaza
renovando su promesa eterna y Jesús del Buen Suceso caminó a su encuentro. El
martillo sonó tres veces. Ya no había marcha atrás. Tan solo cirios precediéndote
mientras rasgaban la noche. La trabajadera se hizo más recia y, entre la
oscuridad, sentí que eras mi lazarillo, que no era yo sino tú quien me guiabas.
Virgen de la Caridad y un sinfín de marchas más se susurraban vencidas a ti
como si de otro universo hubieran venido. Rompieron aplausos, pero todo era
demasiado lejano. Y de repente, ya estábamos en casa. Chico, Vioque, Pontes, Maxi,
Lele, Champi, Pirri, Diego, Toledano… Todo fueron abrazos, sudor y esfuerzo compartidos.
Seguías allí,
observándonos a pocos minutos de que las luces de ese arte efímero que contiene
la Semana Santa, se apagasen. Y el final de cada capítulo siempre deja un poso
agridulce en el paladar, pero, a su vez, una ilusión intacta por comenzar el
siguiente. Y aquella noche, de vuelta a casa, mientras la urbe se acunaba entre
ecos de tambores, miradas y aplausos ya sabía que todo acaba de empezar.
III. CAMINO
“Una vez más tu mirada contempla a
tu Madre. No le ahorraste nada: ni la alegría ni la pena, las dos surgían de tu
gracia, las dos provenían de tu amor. Amas a tu Madre porque te ha asistido y
servido en la alegría y en el dolor; así llegó a ser completamente tu Madre.
Tu Madre,
tus hermanos y tus hermanas son los que cumplen la voluntad del Padre que está
en los cielos. A pesar de tu tormento, tu amor vibra de la ternura terrena que
une al hijo y a la madre. En la suprema agonía de la salvación, te has
conmovido por el llanto de una madre. En ese momento, le has dado un hijo y al
hijo una madre. Por esto la tierra nueva será posible.
Pero ella no
estaba sola con el dolor de madre a cuyo Hijo matan, estaba en nuestro nombre
como Madre de los vivientes. Ofrecía a su Hijo por nosotros. Repetía su “fiat”
a la muerte del Señor. Era la Iglesia junto a la cruz. Al entregar la Madre al
discípulo amado, nos la has entregado a cada uno de nosotros.”
Como
apuntalan estas palabras de Karl Rahner, María es un regalo infinito, un don,
un consuelo, unos brazos que –por muy lejos que estemos de ella- siempre están
ahí esperando a que necesitemos un abrazo, el beso más tierno, una sencilla
caricia sin pretensiones, el consuelo definitivo. Podremos llamarla de mil
maneras, rezarle en mil templos, arrodillarnos cada domingo o contemplarla
majestuosa presidiendo un altar de cultos como hoy es el caso. Podremos
pretender olvidarla, pero está ahí. Podemos buscarla por miles de calles, en
cientos de iglesias y ahí estará. Podremos agradecerle, suplicarle y vendrá
para compartir nuestra alegría para mitigar nuestra desesperación. Perseverará como
la estrella de la mañana, como la luz perpetua que sirve de faro a la noche más
oscura del alma. La buscaremos –la busqué- de mil formas y, para mí,
sencillamente se llamó Caridad.
Tuve
la oportunidad de observarla durante mil noches entre el anonimato de la
multitud. En calles silentes, donde la piedra y sus muescas invisibles
susurraban secretos ancestrales. Ella caminaba despacio, grácil, de frente, sin
pausa. Acariciaba los balcones enrejados que afloraban a la primavera que
anunciaba. Caminaba en pos del primer templo de la ciudad, tras su Hijo
condenado. Aquella noche la condena fue compartida, el horizonte era tan
incierto como nunca antes.
La sinfonía comenzó su
cadencia como un Salmo certero que emana espontáneo en una oración íntima. Y el
silencio, la soledad compartida entre dos, se fue apoderando de cada rincón. La
humedad se vino con nosotros, mientras cada acorde y nota del pentagrama
parecía estar plasmado en su rostro, desde mucho antes de que fuera compuesto.
A unos metros de la Catedral, cada voz de mando del capataz la acercaba y la
alejaba más de mí. Un sendero sin vuelta, al son de la melodía poliédrica de su
palio de cajón. Miles de aristas, tantas veces observadas y que creí olvidadas,
se sucedieron sin cesar como una proyección exacta, como una memoria tan
emocional como sincera. Porque la memoria solo deja lugar a la emoción, al
recuerdo exacto de cuanto sentimos en el pasado y vuelve, sin avisar, para
dejar a un lado los detalles irrelevantes. Y esa emoción conduce al arte y el
arte nos lleva a ti a su expresión total y abrumadora, abriendo una brecha, una
herida que late ante ti porque eres Tú la única que puede sanarla. Una herida
afectiva, herida amorosa que nos atrapa y sostiene. Una herida iniciática que
entienden quienes la sufren. La sufren porque nunca se cierra, porque siempre
nos pide más, porque solo se mitiga ante Ti.
La sinfonía universal
acariciaba sus acordes postreros cuando tus pasos estaban a punto de enfilar
otra calle, otras miradas que te buscaban, probablemente, con el mismo ahínco
que la mía. Y, justo antes de ganar el perfil de tu silueta, mis pupilas
volvieron una vez más a cruzarse con las tuyas. Durante apenas tres minutos,
dibujé tus formas pero evité esa mirada tan definitiva, la primigenia, la que
siempre me llevó a ti. Sin embargo, ya era tarde. No fueron más que un puñado
de segundos en los que el tiempo parece ralentizarse y es cuando todo cobra
sentido. Aquella noche no volvía a casa, sino al hospital. No fue un Martes
alegre, ilusionado, ansioso como los primeros que compartimos. Mas ese instante
me hizo ver que ya no estaba tan cansado, que los temores eran menos, que
pronto habría otro Martes distinto.
Volví mis pasos hacia
atrás, justo después de perder de vista la caricia de tu manto. Y entendí que
eras un regalo, un don. Y sé que podremos llamarla de mil maneras, rezarle en
mil templos, arrodillarnos cada domingo o contemplarla majestuosa presidiendo
un altar de cultos. Podremos pretender olvidarla, pero estará ahí. Podremos
buscarla por miles de calles, en cientos de iglesias y ahí estará. Podremos
agradecerle, suplicarle y vendrá para compartir nuestra alegría para mitigar
nuestra desesperación. Perseverará como la estrella de la mañana, como la luz
perpetua que sirve de faro a cualquier noche inmortal de martes por más oscura
que fuera. La buscaremos –la busqué- de mil formas y, para mí, sencillamente se
llamó Caridad.
IV. EL MILAGRO
Pasan las horas con la mirada perdida
en la madera. Es un bloque devastado, un bulto sin forma que espera unas manos
expertas que encuentren la silueta que, desde siempre, se mantuvo escondida.
Pasan las horas, las noches sin dormir, amaneceres sin día que no cesan de
pensar, de buscar, de prepararse para la llegada del momento preciso. Pasa el
tiempo con esa mirada atávica, introspectiva, buscando ese cosquilleo sutil que
anuncia tu destino. Un destino que puede estar a la vuelta de la esquina, en la
bifurcación del camino, en un paso, en una mirada, en la decisión correcta.
Pasan
las horas con la mirada perdida en la madera. Quizá en Marqués del Villar, tal vez, en el taller de la plaza del Socorro. Pasan los minutos en
un reloj de sol interminable en la sombra inamovible que proyecta. Y cae la tarde
y puede que, a su alrededor, desordenadas por la estancia se confundan las
gubias con fotografías de Vírgenes del pasado, de bocetos apresurados, de
libros abiertos por la página maestra de un antiguo imaginero.
Pasan
las horas y, en un instante de sol, las manos buscan el barro tierno y recio
que llegue a modelar esa forma ansiada. Pero uno, pero él no lo sabe. Solo un
mínimo temblor, un pálpito –mitad decisión, mitad incertidumbre-, diseñan la
antesala de lo grandioso o de lo vulgar, de lo público o de lo anónimo, de la
devoción o la indiferencia.
Sin
embargo, ahora, las horas pasan vertiginosas. La concentración y el abandono a
la labor para la que fue llamado se funden y galopan por las venas. Una extraña
sensación de nerviosismo. También de cotidianidad como si siempre hubiese sido
así, como si, desde niño, hubiera sido imaginero y vislumbrara las formas
concretas y ocultas más allá del horizonte naranja de un atardecer infinito.
La
creación, su virtud inexplicable, se derrama por un material que, primero,
cobra forma, después, detalle y, al final de su proceso: unción.
Escribía Carlos Colón ¿Hay mejor definición de la
relación de sus devotos con
Él que esa experiencia personal y de sobrenatural sentido
común que, alejándose de toda abstracción, se concentra en el amor,
agradecimiento y contemplación de la humanidad de Cristo, que González de
Cardedal aprecia en la devoción de santa Teresa de Jesús y nosotros podemos
ver, día a día, en sus devotos? En eso consiste la unción. En ese momento en
que el proceso culmina y se bendice, cuando la Imagen ha salido del taller del
imaginero y pasa a formar parte de quienes la contemplan y se le unen en una
relación donde las palabras, el amor y la vida se unen en un silencio
compartido.
Es un
pequeño milagro. Si me permites y me permiten, casi una forma de crear vida. No
en el sentido de la madre que, fruto del amor, concibe a un hijo, sino en la
capacidad del artista para crear “algo” que transita mucho más allá de él y que
conforma miles de historias, sueños, rezos y confidencias que se escaparán de
su entendimiento y conocimiento.
Conocí
a Miguel Ángel González Jurado poco más de una década después de que tallara a
María Santísima de la Caridad. Durante estos años lo he visto realizar Imágenes
y hemos conversado en numerosas ocasiones acerca de esta venerada Virgen. Sin
embargo, nunca le pregunté demasiado por Ella. Porque, aunque él fuese su
hacedor, quien nos la regaló –de una u otra forma- a todos los que estamos
aquí. Aunque pasase las horas con la mirada perdida en la madera, acariciando
con unas manos invisibles el barro místico. Aunque fuese él quien recibió el
don sagrado de la unción que tan pocos poseen. Existe un misterio mayor, un
secreto que nunca puede sernos desvelado. Es una caricia suave que no
percibimos en la madrugada. Una alegría compartida a su calor. Un rezo a solas
en un banco de la iglesia. Una petición. Un agradecimiento. Una lágrima que cae
en esa soledad compartida. Un regalo porque María, Santísima de la Caridad, lo
es. Un nexo que nos une al cielo. Unos párpados que caen desde lo más alto para
posar su delicada mirada ente nosotros. Ante cada uno, de una forma tan
universal y particular como es la Salvación, escrita con mayúsculas en su
regazo. El mismo que portó al Hijo de Dios. El mismo, que es nuestro último y
certero regazo en el que encontrarlo gracias a Ella. A ese milagro que nos
guía, que nos allana el camino y que llamamos, con los labios trémulos, Madre.
V. SALVACIÓN
Cae la noche como un salto al vacío,
a la nada que se adentra en su oscuridad, perpetua y prometida, como un
remanso, como una capa parca en la que camuflarse. Caen los días que se fueron,
como un rescoldo perpetuo de la infancia que va derrumbando el presente. Caen
los amaneceres, las noches de vigilia pretendida, los sueños postergados y,
quién sabe, si el escalofrío de aquella primera vez.
Mientras,
el tiempo nos guía en su barca hacia nuevas orillas, pero, a la vez, hacia
antiguos horizontes que creímos olvidados. Las túnicas se desempolvan. Los
cirios retoman su arquitectura erguida hacia el cielo. El esparto se anuda a la
cintura de nuestros anhelos. El metal irrumpe contra el viento sordo que lo
propaga. La arpillera vuelve a plancharse en una mañana de Martes, quizá, menos
impulsiva, más pausa o más consciente.
Los
días que creímos olvidados regresan, pero no es un viaje en el tiempo. Es
Martes Santo. La edad, los años rasgando los velos de lo desconocido, aminoran
el latido y dejan paso a una emoción contenida. Es Martes Santo. El día pasa
preciso con sus labores, intentando no pensar, dejando al reloj cumplir con su
antiguo oficio. Las calles parecen iguales, pero la vida nos ha devuelto a la
acera que surcamos tantas veces. En los portales, en la plaza o en los bares
nada parece desmentir el aroma de lo cotidiano, pero es Martes Santo. El oficio
diario es el mismo y se ejecuta con el mismo saber de ayer o de mañana, pero
crujen las manecillas anunciando el momento. Retomamos el camino de vuelta a
casa y el paso se acelera, al son de un tambor imaginario que nos golpea en el
pecho. Entonces miro al cielo.
A
unos metros, en el interior del templo catedralicio suenan los acordes de la Marcha Real que acomete la banda de la
Agonía. El cielo es gris y taciturno y casi parece querer cumplir, de
inmediato, con su amenaza. Pero ya no lo miro más, no intento escrutarlo
buscando una esperanza que aguante la llama encendida de la tarde. Acelero todo
lo que puedo. Llego a casa y me preparo. No es nada parecido a la primera vez,
ni a aquella madrugada que no conseguía trazar las formas del costal. Es mejor,
más sencillo y menos explicable.
La
ropa está dispuesta sobre la cama, esperando afrontar el penúltimo ritual. No
es nada especial, nada que nadie no haya hecho antes, pero es el único momento
para inspirar todo el aire y sentir como insufla hasta el último rincón de mis
arterias. Entonces, todos los recuerdos acuden de golpe como una danza
ancestral que siempre estuvo ahí, aguardando su momento. La plaza de Capuchinos,
la primera igualá, las puertas de San
Andrés, la primera marcha al son de Virgen
de la Caridad, aquella noche por la calle Deanes escapando del bar para
verla desde un balcón, la calle Nueva arriba, los primeros cultos, la soledad
perseguida de su capilla donde le conté todo.
La
ropa sigue dispuesta. Y la yema de los dedos casi la roza. Es como la vieja
armadura del guerrero que sabe que sus días de gloria quedaron atrás, hace
demasiado tiempo y no puede evitar seguir queriendo la batalla.
Es el momento más
precioso del cofrade. La intimidad de la vigilia inmediata al acto penitencial
ya sea con túnica, costal o portando un cirial. Una vez cruces el umbral de tu
casa habrá dado comienzo el acto de fe que nos hace diferentes. Y, en mi caso
–ahora te lo puedo contar-, es casi el mejor de todos. No por intenso o breve,
ni por solitario. Sólo la veo a Ella y una sensación de paz anega la estancia.
Da igual que llueva o haga sol, porque en unas horas todo habrá concluido. El
desenlace está predicho, cuando caiga la noche esa habitación ya no será la
misma y el ciclo habrá comenzado de nuevo. Pero la historia de la Salvación es
horizontal y en esa línea recta recordamos el pasado y, por unos segundos,
aguardamos el futuro más inmediato que, casi, ignorantes, creemos controlar.
El cielo persevera en su
amenaza. El capataz entrega el trabajo a sus costaleros, el Diputado ordena los
tramos y los acólitos ultiman sus detalles. La hora se acerca. Poco a poco,
todos vamos accediendo al interior del templo fernandino. La estación de
penitencia se suspende y los rostros se tuercen en miradas desoladas. Casi,
como la tuya que todo lo comprende, que todo lo consuela, que carga con el
dolor infinito de la Calle de la Amargura.
Tal vez, algún día te
veas en esa misma situación, y serás más joven que yo y, por más que te intente
preparar, nada te consolara. Tal vez, ese día llegue y te contaré lo que hoy te
he contado frente a Ella. Frente a Ella que, sin esperarlo, me ha regalado esta
oportunidad, este deseo de resumir torpemente parte de lo que, a su lado, he
podido sentir. Tal vez, algún día estemos los tres aquí, frente a frente
entregándonos a esa soledad compartida.
Una vez leí que la Semana
Santa es un regalo discrecional, que es heredado por cada nueva generación que
la recibe. Nosotros te recibimos a ti, madre de la Caridad. Te recibí cuando
menos lo esperaba y supe que ya sería para siempre. Eres un regalo, el manto
bajo el que refugiarse cuando todo parece más oscuro, el Don de Dios. Por eso,
algún día espero devolverle a él, que aún no me conoce, esa fe, lo más valioso
que nunca tuve, a ti, Virgen de la Caridad.
Exaltación a María Santísima de la Caridad, iglesia de San Andrés 2013/10/26