Atravesaba la penumbra inmensa de la noche. Todo era nuevo. Un universo infinito que descubría reversos de su propia geografía –ignota y distinta-, de matices que se pierden en instantes fugaces. Una cortina helada envolvía sus segundos que fueron siglos y milésimas a la vez. Ya no había cajones vacíos de madera cuarteada; camas deshechas; sábanas ásperas que nunca vieron el amanecer; salones sin amueblar en una casa vacía. Todo era oscuridad y luz; miedo y deseo; un temblor sutil en la punta de los labios; un beso aun por entregar; cientos de noches que recorrer a través de una piel tersa que se deshace entre las manos como una luna imposible que perseguir desde el ras húmedo de la hierba. Atravesaba la penumbra inmensa de la noche y sólo supo que era el principio de aquel camino por el que estaba aprendiendo a transitar.